martes, 13 de diciembre de 2011

LOS CUADERNOS DE VIDA DEL GUARDIÁN DE LOS MUERTOS

Jean Paul Leconte no trabajaba en el cementerio por vocación, de hecho era una ocupación bastante inapropiada para alguien con alma de espectador de la vida, como él, pero la obligación familiar de ayudar a su padre primero y la costumbre después, terminaron por hacerle habituarse tanto a su empleo que no concibiera ya la posibilidad de buscar otro diferente.

Su padre le decía que el suyo, el de los dos, era un trabajo sagrado, que ellos eran los guardianes de los muertos, de la paz de los muertos, y que nada en el mundo había que conllevara un mayor grado de responsabilidad. Él, que desde pequeño fue un niño tímido que registraba cuanto veía con la precisión de una cámara de video y con la sensibilidad de un pintor pero que jamás participaba en ello, se consideraba más bien como un jardinero lúgubre, un guardián de la tristeza cuya finalidad era tratar de hacerla aparecer hermosa a los ojos de los familiares de los muertos. Para alguien nacido para observar la vida, resultaba trágicamente paradójico vivir observando a la muerte.

Poco a poco, la soledad y su carácter le fueron empujando a desarrollar una afición que se convirtió en su principal distracción, y es que las vidas que no podía observar las imaginaba para sus muertos, quienes ya no podían vivirlas, pero él les inventaba un pasado que, sin darse cuenta, se convertía en el futuro de aquellos que ya no lo tenían. No sabía si a los muertos les satisfacía su nueva vida, no podía saberlo, pero de todos modos tampoco creía que les pudiese importar demasiado.

Su afición, poco a poco, se fue volviendo más y más metódica: buscaba en familiares y allegados, a los que observaba a la vez como un científico y como un poeta, la inspiración necesaria para construir la vida de sus muertos, que a menudo era mucha, porque trataba de hacerlo con la seriedad y coherencia que a menudo la vida misma se permite el lujo de no respetar, y eso era lo más difícil, ser fiel al espíritu humano, a la vida y ser a la vez coherente y bondadoso. Porque no hay vida sin dolor, eso él de sobra lo sabía, pero ¿qué necesidad tenía de inventarles experiencias dolorosas a quienes ya con creces las habían padecido?

Un día ocurrió un acontecimiento que supuso un salto cualitativo, y fue la milagrosa aparición sobre la tumba de un fallecido reciente, Philippe Chatel se llamaba, y con periodicidad quincenal además, unos cuadernos en blanco con las tapas negras y una goma en la parte inferior, y de la marca era Moleskine, que él, tras mucho pensarlo (pues dudaba si apropiárselos no sería una intromisión indigna en la relación de la viuda con el fallecido), decidió utilizar para ir anotando y desarrollando en ellos las vidas de sus muertos.

Su colección de cuadernos era una red magnífica, de interrelaciones, porque las existencias literarias de sus personajes se relacionaban entre ellas, un completo y complejo modelo de sociedad que poco a poco se iba ampliando y cuya riqueza y complejidad habría sorprendido al más curtido de los sociólogos. Lamentablemente el ritmo de llegada de nuevos inquilinos era muy superior al de llegada de nuevos cuadernos, de modo que su idea inicial de “un cuaderno, una vida” pronto se demostró insuficiente, y la posibilidad de comprar él otros cuadernos por su cuenta se le antojaba poco menos que un anatema, así que en el cementerio se creó una nueva casta, la de los muertos sin cuaderno, o lo que es lo mismo, la de los muertos sin vida, que es como Jean Paul les llamaba, y esa circunstancia poco a poco le fue sumiendo en la tristeza porque se veía incapaz de proporcionarles a todos los suyos un mundo feliz. El mundo que creó sí que era feliz, pero los desheredados de la muerte, tenían el acceso vedado.

La pérdida de la razón fue un proceso lento, yo solo sé que los pocos días que compartí con él, en los que fue mi paciente en la clínica psiquiátrica, conocí a un ser humano desvalido, apesadumbrado por la culpa y atemorizado por las represalias de aquellos a quienes llamaba muertos sin vida que yo, lamentablemente, no identifiqué hasta que la curiosidad me llevó a su casa tras su muerte y al descubrimiento de la colección de cuadernos de la vida que terminó por costarle a su autor la suya propia. La última vez que le vi me dio un cuaderno como los que después leí con tanto interés como admiración, en el que sólo estaba anotado su nombre y junto al que me pidió algo que entonces me pareció la última voluntad de un loco, que fue su petición de no dejarle a merced de los muertos sin vida. “Permítame entrar” me dijo, “permítame entrar”.

Yo no supe en ese momento donde quería entrar, pero tenía claro que me había dado la llave y ahora que conozco la puerta, me dispongo a cruzarla para proporcionarle a mi paciente muerto el reposo y la paz que no fui capaz de regalarle en vida. Curiosamente siempre he utilizado esos mismos cuadernos para mis notas profesionales, que también son a su manera un registro de la vida, así que me siento cómodo en mi labor y me dispongo a empezar. Sólo me pregunto si dentro de muchos años podré reencontrarme con él y quien escribirá, llegado el día, mi nombre en un Moleskine.

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