lunes, 17 de noviembre de 2014

Todo el mundo odia a Yoko Ono

Ya a la venta.
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viernes, 14 de diciembre de 2012

LAS BARCAS MUERTAS




I

Casi se podría decir que se había integrado en el pueblo. Completamente no, porque ese no era un privilegio reservado a los forasteros, pero todo lo que estaba en su mano sí. En el mercado casi no le engañaban, es decir, sólo le cargaban un poco la mano en el precio pero no le mentían en la calidad, todo el mundo le saludaba amablemente y nadie le aparcaba en la puerta de su casa; su figura solitaria era uno de los acontecimientos fijos de la cartografía del paseo de la ría, y en las paradas programadas que hacía a lo largo de su ruta ya no necesitaba hablar para que le sirvieran su consumición de costumbre. Pero tal vez el signo inequívoco de su integración en aquel vecindario era la partida de dominó, porque hacía ya más de un año que no era sólo un vecino, sino que era un vecino con partida. Cierto que sus compadres no eran excesivamente habladores, lo que no le venía mal en primer lugar porque, de las que no eran términos de dominó, apenas captaba una de cada tres palabras que se decían en la mesa, y en segundo porque sólo el escenario de su retiro en aquel pueblo guardaba cierta semejanza con el soñado, le faltaba la compañía y con ella la conversación, la banda sonora. Vivir viudo el retiro soñado como marido era una sutil y refinada forma de tortura, ese sueño en versión muda que vivía no podría denominarse pesadilla, era excesivamente plácida y serena para llamarla así, pero no por eso dolía menos.
La edad no le había restado apostura, su figura triste paseando por la ría aferrado a su rutina era observada con interés por no pocas viudas, de las que el pueblo era pródigo, pero esa realidad no le podría haber resultado menos ajena. Observaba sin ver en realidad cada detalle de su paseo, se sentaba siempre a leer en el mismo banco y acababa la mañana en la misma mesa en la que desde siempre sus compañeros echaban su partida.
La tarde era más triste, no había paseo, bares ni partida, sino miradas al horizonte y diálogos silenciosos con quien no podría contestar aunque hubiese querido, y sin embargo lo hacía.
El día que todo cambió sólo registró una alteración destacable, aunque pequeña en apariencia: al sentarse en la mesa comentó, sin saber porqué ni apenas darle importancia, el efecto desagradable que hacía una barca hundida que había en la ría y que se veía con la marea baja. Daba un aspecto de dejadez, dijo, que no comprendía en un lugar que pretendía atraer al turismo. Y ese comentario casual produjo en la mesa un silencio tan incómodo, tan intenso que hasta las fichas de dominó parecían desear que alguien lo rompiera. Llegó a continuación un murmullo tan leve que parecía salir de la mirada, más que de la voz de aquellos jubilados, un murmullo escasamente tranquilizador que creyó interpretar como "el hombre ve la barca". Finalmente, su compañero le dijo en voz baja, "mañana hablamos" y, como si nada hubiera pasado aunque la incomodidad se quedara sentada a la mesa, jugó la partida con el resto de los parroquianos.


II

A primera hora recibió la llamada, directa al grano, "¿dónde dices que ves la barca?", a lo que contestó recordando las malas sensaciones de la noche anterior. "Nos vemos allí a las doce". Sin más.
Trató de no variar su rutina pese a su extraña cita, el resto de la mañana transcurrió como de costumbre en una vida cuyo único motor era precisamente ése, la costumbre. Muchas veces le había dicho en vida que si ella faltaba primero, él no quería seguir viviendo, pero ella, creyente como era, no quería oír hablar del asunto. "Yo pienso ir al cielo", decía, "y me gustaría encontrarte allí. Los suicidas van al infierno. Nada más que hablar". Así que ahora tenía fotos de ella en los lugares más comprometidos, el armario de las medicinas, el cajón de los cuchillos, en fin, todos ellos, para evitar la tentación, para recordarle el único motivo que le mantenía con vida. Tampoco tenía nada de especial, había fotos suyas por todas partes, porque se pasaba el día hablando con ella, y el hecho de hacer sus réplicas desde un papel no la convertía en más condescendiente ni en menos incisiva que cuando estaba viva.
Como cada día, desayunó su té con una tostada de pan de centeno, del que cada día compraba una barra porque era el que le gustaba a ella aunque a él no le sentara del todo bien y en realidad no tomara de ella mucho más que esa tostada. Compró el periódico, fue al mercado y, una vez recogida la compra y ordenada la casa, se fue al banco en el que cada día leía la prensa y pasó una tras otra las hojas de un periódico al que no pudo prestar mucha atención. No pudo por la intriga que sentía por su cita, pero sobre todo porque en realidad pasar mecánicamente las páginas de un periódico en el que nada podía haber ya que le interesase formaba parte de su ritual diario.
En su programa le quedaba aun un vino antes de las doce, que se tomó con gusto, y así llegó la hora señalada, aunque a decir verdad su intriga era bastante desapasionada porque no imaginaba que pudiera oír nada que fuese en realidad relevante para él, pero no obstante agradecía el cambio, esperar algo era todo un acontecimiento.
Cuando llegó al punto señalado, su amigo ya estaba allí. Le extrañó que le preguntase por la localización exacta de la barca, porque se veía muy claramente, una ruina verde, el esqueleto de lo que en su día debió ser un bote pero que hoy no era más que un vivero de algas. Sin embargo se la señaló y su amigo quien, sin decir palabra, sacó una cámara digital, fotografió el lugar que él señalaba y, a continuación le mostró en la pantalla la foto, reproducción exacta del paisaje que tenían ante ellos, pero sin la barca, sin rastro de esa decrépita ruina, resto de lo que en algún momento fue vehículo de vida.



III

— Cada año, el Ayuntamiento retira de la ría las embarcaciones abandonadas, no sin antes tratar de localizar a sus propietarios o a sus herederos e imponerles la multa correspondiente. Este año, antes de la temporada de verano, se retiró la última que quedaba, la de don Cosme. Su hijo vive en Alemania y ni se le pudo localizar ni era de esperar que eso hubiese cambiado algo, si abandonó a su padre en la miseria no es de esperar que un bote viejo le hubiese preocupado más. Por eso nos extrañó anoche que dijeras lo del bote, no pudimos evitar preocuparnos.
— ¿Preocuparos?
— Sí, por la leyenda, ¿nunca has oído hablar de las barcas muertas?
— ¿Las barcas muertas? No, nunca.
El amigo comenzaba a impacientarse, no era normal que aquel hombre mostrara interés, pero no preocupación, parecía que le seguía la conversación por cortesía, pero no había en el ni resto de nerviosismo.
— Dicen que sólo hay dos motivos por los que alguien ve una barca muerta, una barca que no es visible para los demás, se entiende, uno es que tenga algo que ver con ella cuando estaba viva, con su propietario, capitán, con sus viajes, lo que fuera.
— Hace relativamente poco que vivo aquí, ya lo sabes, es bastante poco probable que la vida de esa barca y la mía se hayan cruzado en algún momento. ¿Y la otra?
— Ya sabes, la mitología, las supersticiones, en fin, esas cosas.
— Créeme que de todos los "ya sabes" que he oído en mi vida, este es, con diferencia, del que menos sé.
— Pues eso, que si uno ve una barca muerta es porque pronto será de su tripulación, la necesitará para su último viaje.
— ¿Me estás diciendo que voy a morir?
— No hombre, no, sólo te he contado una leyenda.
— ¿Y por qué, según tú, si no es por esa leyenda, veo una barca que no aparece en las fotos?
— No sé que decirte.
— Bueno, pues no se hable más. Se hace tarde, los demás deben estar ya esperándonos, ¿nos vamos a jugar la partida?

Nadie de los de la partida ni de los parroquianos habituales del bar podría haber asegurado si le preguntaran, como  más tarde de hecho les preguntaron, que aquel elegante viudo tan amable estuviera más contrariado que su compañero al llegar al bar, de hecho parecía ser el único de los cuatro no pensaba en un asunto por el que las miradas de los demás se interrogaban constantemente.


IV


"¿Qué te parece, cariño? Una historia de muertos a estas alturas, como si en nuestras vidas no hubiese habido ya suficientes muertes como para no estar acostumbrados. Primero aquella de la que nunca hablamos, la de ese que podíamos llamar descendencia pero no hijo, esa de la que me negué a hablar más y aun no he tenido vida suficiente para arrepentirme no por él, sino porque ahora sé que la pena que no pudiste sacar fuera de ti fue la que acabó por corroerte por dentro. Y luego la tuya, la que los médicos no se explican porque en la facultad no les enseñan que se puede morir de pena, como tampoco saben que se puede vivir de ella. Y ahora ese bote, esa ruina hasta como recuerdo en la que puede ser, si hay suerte y la leyenda esta en lo cierto, algo difícil de creer, que haya sacado por fin un billete para ir a verte. Hasta me parece bonita, ¿sabes? Tengo tanto por lo que disculparme que sólo tu buen corazón puede salvarme, fui tan egoísta al silenciar tu dolor para sobrellevar el mío que sé que no lo merezco, como sé que me perdonarás igualmente. Tampoco él merecía nuestro perdón ni nuestro dolor, y bien sabe Dios que le perdonamos aun antes de que hiciera todas esas cosas imperdonables y que sufrimos todo el dolor que pudimos soportar. Hoy no voy a molestarte más, me voy a dormir pronto sin siquiera leer un ratito, es el primer día desde que me faltas en que me voy a la cama con esperanza, y si mañana va a ser el día en el que por fin vaya a verte, no quiero esperar más. Bendita sea la barca muerta aunque sólo sea por este momento de esperanza.


V

Los compañeros de la partida no daban crédito a lo que veían, desde la propia noticia a la furgoneta de los servicios funerarios estacionada en la puerta de la vivienda de su amigo. Habían gastado esa misma broma decenas de veces, a familiares, turistas, a quien se pusiera a tiro. Por eso no necesitaron hablar entre ellos cuando el viudo hizo su comentario casual sobre la barca, la habían escenificado tantas veces que les salió de forma natural. La foto trucada en la cámara, la invención de la leyenda, no eran más que el guión que habían ido perfeccionando con el tiempo a base de repetir la actuación. Pero aquel pobre hombre estaba muerto, y ellos se sentían culpables pero también intrigados. Por más que repasaban una y otra vez las últimas 48 horas no encontraban ningún indicio de debilidad cardiaca o de otra índole que les debiera haber hecho parar y revelar la verdad, más bien al contrario, el actor principal del drama que habían representado juraba una y otra vez, con evidente nerviosismo, que cuando le contó la leyenda de la barca muerta el hombre, en un gesto que no le era nada habitual, sonrió.

martes, 11 de diciembre de 2012

LA INESPERADA RESURRECCIÓN DE ROMEO



Emilio Paniagua era un reputado actor de teatro clásico en tiempos en los que es difícil vivir del teatro clásico y más aún llegar a tener algún tipo de reputación. Sin embargo él se sentía muy comprometido con su vocación y siempre que tenía una oportunidad se embarcaba en la representación de alguna de sus obras predilectas. Por eso, cuando hace seis meses le llamó su agente para ofrecerle una gira por todo el país representando Romeo y Julieta, no se lo pensó.
Seis meses ya siendo Romeo seis de cada siete noches, en ocasiones dos veces en una jornada, tal vez sean demasiado para alguien con un temperamento excesivamente tendente a la empatía, como era su caso. Se había enamorado para posteriormente morir sin lograr culminar su amor más de 160 veces en el último medio año, y eso le ponía en una situación emocional francamente inestable. Se preguntaba a menudo de qué le servía formar parte de una profesión tan bonita como la de contador de historias (que así se consideraba) si no podía cambiar nunca los hechos trágicos por otros más amables. ¿Acaso los amantes no merecían un final feliz por una vez?
En ese estado de ánimo se encontraba cuando comenzó la representación en el último teatro de provincias que tenían contratado antes de ir a la capital. Al igual que en las últimas ocasiones salía al escenario pensando: “esta noche lo haré, de hoy no pasa”. Pero sabía que probablemente esta vez tampoco se atrevería.
Todo iba bien, como siempre. Tenían muy trabajada la obra y no parecía probable que se presentase ningún problema. Pensó que si lograba tomar el veneno tras ver a su amada muerta, habría pasado finalmente el peligro de que arruinase la función, y así lo hizo. Después de todo era un profesional. Así, tras la intervención de Fray Lorenzo, oyó a Julieta decir “Vete, vete, porque yo no me quiero ir. ¿Qué hay? ¿Una copa apretada en la mano de mi fiel amor? Ya veo; el veneno ha sido su fin prematuro: ¡ah cruel! ¡Lo has bebido todo, sin dejarme una gota propicia que me sirviera después! Besaré tus labios: quizá quede en ellos un poco de veneno, para hacer morir con un cordial”, y notó sus labios sobre los propios, y no pudo refrenarse más. ¡Tus labios están calientes” dijo ella, y él comenzó a ponerse en pié. Le sonrió y comenzó a explicarle que no había muerto, que el veneno había fallado o que tal vez su beso le había devuelto la vida.
La cara de Julieta era de espanto, como el murmullo que venía de la platea, pero hizo un verdadero alarde de reflejos y le dijo “¡oh cruel espectro!, osáis atormentarme ante el cuerpo yacente de mi amado, ¿acaso no es ya suficiente mi dolor?”, y cogiendo el puñal, se dio muerte: “Esta es tu vaina: enmohécete aquí, y hazme morir”. Entró el guardia con el paje de Paris y la obra continuó hasta el final sin más sobresaltos.
Romeo estaba anonadado, después de todo no había logrado modificar su trágico sino y además le había parecido detectar un cierto malestar en sus compañeros de reparto. Nadie parecía comprender la nobleza de sus intenciones. Estaba muy confuso y su confusión no decreció cuando, ya en el papel de Emilio, recibió la noticia de su despido. ¿Acaso era pedir tanto tener un final feliz sólo por una vez? ¿Tan difícil de comprender era que la tristeza en la que le sumía cada noche la desgracia de Romeo se le hacía insoportable?
Esa misma noche volvió a su casa y unos días después llamó a su representante para comunicarle que se retiraba de la profesión. Éste trató de convencerle para que no lo hiciese. Le dijo que en unos meses se olvidaría o se convertiría en una anécdota divertida, que después de todo las cosas que pasan en los teatros de provincias no trascienden, que por eso se empieza siempre por ellos y que la representación había continuado con el sustituto con considerable éxito. Pero su decisión era firme y el argumento de la escasa importancia del incidente no podía ser más desafortunado. En el fondo no se retiraba como consecuencia de su actuación, sino que le resultaba inasumible darse cuenta de que mientras que a él se le hacía insoportable la desgracia de Romeo, a éste le resultaba completamente indiferente la de Emilio. Los personajes son todos unos ingratos, no merece la pena consagrarles la vida.

miércoles, 16 de mayo de 2012

PALABRAS Y SONRISAS


Cuando aquel desconocido niño hiperactivo hizo acto de presencia en el hasta entonces apacible compartimento en el que se iba a ver obligado a pasar las próximas tres horas, en el mejor de los casos, sucedió de repente algo entre cochecitos, gritos y promesas de maletas: el viajero presenció como una palabra nacida por error tomaba poco a poco forma ante sus ojos y alcanzaba, en su libre vuelo, una altura insospechada. La palabra entredicha por el niño, o dicha en volumen apenas audible, o dicha probablemente por error, o tal vez no dicha en absoluto sino únicamente imaginada, la palabra oída, si oída, por sorpresa y dicha, si dicha, por error, fue papá, una de las pocas que se podría aventurar que el pequeño supiese a ciencia cierta, y tal vez por eso, por falta de recursos gramaticales, fuese dicha inadvertidamente o sin más intención que la de colorear el silencio.
El hecho es que entró el niño, con él la palabra y tras él la madre, junto con las maletas habituales de un viaje más las adicionales que la infancia suma a todo desplazamiento en grado, generalmente, de desmesura. Y tras los corteses saludos, la educada ayuda de rigor en la colocación de los bultos en su sitio y los incesantes juegos del niño, volvió el silencio. El silencio entre los adultos, se entiende, que es a la vez tan cómodo o tan incómodo como se pueda desear, a menudo incluso ambas cosas a la vez, pero que deja lugar para los pensamientos, para la imaginación, algo a lo que aquel viajero impenitente era algo más que un simple aficionado. A menudo sus allegados, si es que había quien podía considerarse cercano a alguien como él, le habían reprochado su afición a imaginar las vidas ajenas en comparación con su escasa predisposición a compartirlas, pero él se encontraba mucho más cómodo en aquel trance, y se dispuso a tratar de adivinar la vida, real o no, de aquella mujer que tan dispuesta se encontraba a respetar su silencio, y de aquel niño que, probablemente, le había llamado papá.
Sin embargo algo no iba bien, para imaginar una vida necesitaba hacerlo de cero, sin más contaminación de realidad que su propia percepción de la persona objeto de su entretenimiento. Aquella mujer le sonaba, su cara, bien que vagamente, le recordaba algo que era incapaz de recordar, y antes de ubicarla debidamente en su vida se sentía incapaz de hacerlo en su imaginación. Así que se esforzó en recordarla sin intentar siquiera conocerla, y es probable que ella notara algo porque por momentos pareció incomodarse aunque, bien es cierto, no pasó mucho tiempo sin que se dibujara en su rostro una de esas perturbadoras sonrisas que lo son en tanto que indescifrables y que no parecen informar sobre el estado de ánimo de su propietaria más que en el sentido de dejar claro que saben algo que el observador no sospecha.
Aquella sonrisa le estaba volviendo loco, al poco de observarla, a veces tan fijamente que, además de abonar el terreno a los malentendidos, exploraba las fronteras entre lo descortés y la grosería, creyó recordarla también, y tan intensamente que pronto empezó a eclipsar al resto de la cara. Él era viajante, constantemente conocía gente y muy a menudo sonrisas, generalmente falsas e impostadas pero no por ello menos recordadas ahora que trataba de identificarlas. Sólo le distraían, aunque poco, el ruido que ocasionalmente hacía el niño, ese niño que le había llamado papá, y la burocrática regañina con que su madre trataba de hacer ver que en realidad su agotamiento le dejaba espacio para preocuparse por la incomodidad que en el desconocido compañero de viaje pudiera causar su hijo, cosa que en realidad no ocurría en absoluto.
Y entonces, con su mente en plena espiral de recuerdos y elucubraciones sobre aquella mujer en pleno vértigo de identificación, llegó el momento fatídico, el momento en que uno baja la guardia y decide preguntarse, ¿y si? Y entonces está perdido. ¿Y si no fue un error, y si realmente el niño esperaba encontrar en ese vagón a su padre? ¿Y si el destino de esa familia que viaja sin padre fuese en realidad ése, el padre? ¿Y si le suena la mujer porque en alguno de esos viajes en los que se permitió algún escarceo amoroso hubiese concebido con ella a aquel niño al que súbitamente incluso le veía un cierto aire de familia, concretamente a su tío Rafael?¿Y si ahora aquella mujer le hubiera localizado y le había seguido hasta ese tren, cosa fácil porque era en él una ruta habitual, y la palabra equivocada del niño no fue sino la infantil revelación imprudente de un secreto?
Aquello ponía su vida boca abajo, un niño a su edad. Un punto de apoyo al que agarrarse para frenar su existencia nómada, esa vida errabunda que en sus delirios de juventud había confundido con la libertad y que ahora, en su madurez, se le asemejaba infinitamente más a una rutina funcionarial sólo que con un despacho sin paredes. Y estaba tan cansado. En la cuna que prometía la enigmática sonrisa de aquella desconocida tan familiar bien podría descansar la tranquilidad de una vida diferente, el calorcillo de una familia, el futuro apacible en el que el viajante dibuja su reposo del guerrero y que se da cuenta de que lleva años deseando aunque hasta hace apenas unos minutos no lo hubiera siquiera sospechado.
La palabra voladora del niño se iba apropiando de la estancia, ya casi nada existía en ella que no fuera su eco, el sonido de sus juegos y la sonrisa de su made. La situación del viajante comenzaba a ser tan desesperaba que ya había desistido de su afán de recordar y en su lugar había tomado forma otro de averiguar, de preguntar, y para hacerlo estaba dispuesto a coger el toro por los cuernos y abordar a su compañera de vagón para iniciar una conversación que debía discurrir por senderos misteriosos, aunque ya él, en su fuero íntimo, ya hubiera decidido su conclusión final. Restaba decidir la estrategia, había abordado a mujeres solitarias en cientos de ocasiones, pero esta era bien distinta, y había que decidir bien, palabra por palabra, cómo iba a plantear aquella conversación que podía ser la más importante o la más ridícula de su vida. Pero no estaba en condiciones de argumentar, no pensaba coherentemente, así que decidió dejarse llevar y se dirigió a ella en el preciso instante en el que su voz quedaba camuflada bajo la del aviso por megafonía de la siguiente estación de forma que no sabía a ciencia cierta si ella le había oído o no. Concibió un esperanza cuando vio la sonrisa que se dibujaba en su cara, amplia, diferente, pero que pronto le asustó por ver en ella un no se qué de malicioso que le hizo apretar la espalda contra el respaldo como si las palabras que se aprestaban a salir de aquella boca fuesen potencialmente dañinas. Y lo eran. “Hijo, prepárate, en la próxima estación nos bajamos”.
El viajante respiró aliviado, “he estado a punto de hacer el más espantoso de los ridículos”, y se supo consciente de que el último esfuerzo que le quedaba por hacer era disimular su azoramiento hasta que esos desconocidos que tanto habían perturbado su paz se bajaran del tren, cosa que estaba a punto de ocurrir puesto que ya estaban en pie con todo su equipaje en espera de que la locomotora se parara completamente y se abrieran las puertas.
Y se abrieron, y le pareció oir claramente una voz infantil que decía “adios papá”, y escuchó atento unos pasos que se alejaban y vio como sus hasta entonces compañeros de viaje se reunían con un hombre, después de todo no tan distinto de él, que les esperaba y al que besaban y abrazaban con el inconfundible calor del reencuentro. Y creyó ver claramente cómo, en el último momento, una dura mirada cargada de malicia, a juego con la sonrisa que se mantenía aun en aquel rostro, se volvía hacia su ventana queriendo decirle algo que él se negaba a ser capaz de comprender.
El tren reanudó su marcha, aquellas personas y aquella estación se fueron alejando hasta desaparecer de todas partes excepto de su cabeza. El viajero apagó la luz y trató de conciliar el sueño, como tantas veces en tantos vagones, pero esta vez se sentía inquieto, perturbado, pero sobre todo se sentía solo, más solo de lo que nunca jamás se había sentido, solo pero con la certeza, compañía al fin y al cabo, de que aquel “¿y si?” con el que había empezado todo y aquella sonrisa perturbadora con la que aparentemente había terminado no le iban a abandonar nunca. O si. Tal vez incluso ellas sí, y, francamente, no sabía que opción de las dos le aterraba más.

martes, 13 de diciembre de 2011

LOS CUADERNOS DE VIDA DEL GUARDIÁN DE LOS MUERTOS

Jean Paul Leconte no trabajaba en el cementerio por vocación, de hecho era una ocupación bastante inapropiada para alguien con alma de espectador de la vida, como él, pero la obligación familiar de ayudar a su padre primero y la costumbre después, terminaron por hacerle habituarse tanto a su empleo que no concibiera ya la posibilidad de buscar otro diferente.

Su padre le decía que el suyo, el de los dos, era un trabajo sagrado, que ellos eran los guardianes de los muertos, de la paz de los muertos, y que nada en el mundo había que conllevara un mayor grado de responsabilidad. Él, que desde pequeño fue un niño tímido que registraba cuanto veía con la precisión de una cámara de video y con la sensibilidad de un pintor pero que jamás participaba en ello, se consideraba más bien como un jardinero lúgubre, un guardián de la tristeza cuya finalidad era tratar de hacerla aparecer hermosa a los ojos de los familiares de los muertos. Para alguien nacido para observar la vida, resultaba trágicamente paradójico vivir observando a la muerte.

Poco a poco, la soledad y su carácter le fueron empujando a desarrollar una afición que se convirtió en su principal distracción, y es que las vidas que no podía observar las imaginaba para sus muertos, quienes ya no podían vivirlas, pero él les inventaba un pasado que, sin darse cuenta, se convertía en el futuro de aquellos que ya no lo tenían. No sabía si a los muertos les satisfacía su nueva vida, no podía saberlo, pero de todos modos tampoco creía que les pudiese importar demasiado.

Su afición, poco a poco, se fue volviendo más y más metódica: buscaba en familiares y allegados, a los que observaba a la vez como un científico y como un poeta, la inspiración necesaria para construir la vida de sus muertos, que a menudo era mucha, porque trataba de hacerlo con la seriedad y coherencia que a menudo la vida misma se permite el lujo de no respetar, y eso era lo más difícil, ser fiel al espíritu humano, a la vida y ser a la vez coherente y bondadoso. Porque no hay vida sin dolor, eso él de sobra lo sabía, pero ¿qué necesidad tenía de inventarles experiencias dolorosas a quienes ya con creces las habían padecido?

Un día ocurrió un acontecimiento que supuso un salto cualitativo, y fue la milagrosa aparición sobre la tumba de un fallecido reciente, Philippe Chatel se llamaba, y con periodicidad quincenal además, unos cuadernos en blanco con las tapas negras y una goma en la parte inferior, y de la marca era Moleskine, que él, tras mucho pensarlo (pues dudaba si apropiárselos no sería una intromisión indigna en la relación de la viuda con el fallecido), decidió utilizar para ir anotando y desarrollando en ellos las vidas de sus muertos.

Su colección de cuadernos era una red magnífica, de interrelaciones, porque las existencias literarias de sus personajes se relacionaban entre ellas, un completo y complejo modelo de sociedad que poco a poco se iba ampliando y cuya riqueza y complejidad habría sorprendido al más curtido de los sociólogos. Lamentablemente el ritmo de llegada de nuevos inquilinos era muy superior al de llegada de nuevos cuadernos, de modo que su idea inicial de “un cuaderno, una vida” pronto se demostró insuficiente, y la posibilidad de comprar él otros cuadernos por su cuenta se le antojaba poco menos que un anatema, así que en el cementerio se creó una nueva casta, la de los muertos sin cuaderno, o lo que es lo mismo, la de los muertos sin vida, que es como Jean Paul les llamaba, y esa circunstancia poco a poco le fue sumiendo en la tristeza porque se veía incapaz de proporcionarles a todos los suyos un mundo feliz. El mundo que creó sí que era feliz, pero los desheredados de la muerte, tenían el acceso vedado.

La pérdida de la razón fue un proceso lento, yo solo sé que los pocos días que compartí con él, en los que fue mi paciente en la clínica psiquiátrica, conocí a un ser humano desvalido, apesadumbrado por la culpa y atemorizado por las represalias de aquellos a quienes llamaba muertos sin vida que yo, lamentablemente, no identifiqué hasta que la curiosidad me llevó a su casa tras su muerte y al descubrimiento de la colección de cuadernos de la vida que terminó por costarle a su autor la suya propia. La última vez que le vi me dio un cuaderno como los que después leí con tanto interés como admiración, en el que sólo estaba anotado su nombre y junto al que me pidió algo que entonces me pareció la última voluntad de un loco, que fue su petición de no dejarle a merced de los muertos sin vida. “Permítame entrar” me dijo, “permítame entrar”.

Yo no supe en ese momento donde quería entrar, pero tenía claro que me había dado la llave y ahora que conozco la puerta, me dispongo a cruzarla para proporcionarle a mi paciente muerto el reposo y la paz que no fui capaz de regalarle en vida. Curiosamente siempre he utilizado esos mismos cuadernos para mis notas profesionales, que también son a su manera un registro de la vida, así que me siento cómodo en mi labor y me dispongo a empezar. Sólo me pregunto si dentro de muchos años podré reencontrarme con él y quien escribirá, llegado el día, mi nombre en un Moleskine.

lunes, 12 de diciembre de 2011

LE VRAI MOLESKINE N’EST PLUS

Ni la propietaria de la papelería de la calle de l’Ancienne Comédie ni el de la pequeña imprenta familiar de Tours gracias a los cuales hasta 1986 se podían conseguir libretas Moleskine, fueron conscientes del efecto que su anuncio de dejar de venderlas la una y de dejar de fabricarlas el otro tuvo sobre la vida de Philippe Chatel, un humilde tornero fresador parisino para el cual el gasto que hacía en esos cuadernos era el mayor, y tal vez el único lujo que se permitía.

Él estaba presente cuando el escritor Bruce Chatwin se llevó todos los cuadernos que quedaban en la librería donde ambos se abastecían, como antes lo hicieran Picasso o Heminway, y tuvo que ver como delante de él, la propietaria colgaba un cartel que rezaba Le vrai Moleskine n’est plus y que para él supuso el fin de su vida como escritor: sencillamente no concebía tomar notas en otro cuaderno que no fuese su Moleskine de toda la vida. En realidad su vida como escritor era una realidad paralela, ya que jamás había escrito nada que no fueran las notas de sus cuadernos, pero él era de la opinión de que ser escritor no era tanto una profesión como un estado de ánimo y puesto que el se consideraba a sí mismo como tal, nadie podía poner en duda que lo fuera.

El día que se quedó sin la posibilidad de contar con su compañero de viaje inseparable, y para él indispensable, de su vida literaria, decidió ponerle fin sin más y el Philippe escritor se suicidó simbólicamente encerrando todos sus cuadernos en un cajón con llave. Años más tarde, cuando le contó todo esto a Amélie, quien se había convertido en su mujer y madre de sus hijos (dos gemelos varones y una niña, la menor), ella se rió. «¿Qué clase de escritor es uno que sólo escribe, perdón, uno que sólo escribe notas?», le preguntó. «Uno que se prepara concienzudamente», contestó él ofendido, y ella, al ver su enfado, le dijo que un escritor de verdad, uno que realmente necesitara escribir, o bien se habría suicidado de verdad, o bien habría seguido escribiendo en otro cuaderno. «No entiendes nada, eres incapaz de entenderlo», fue todo lo que pudo contestarle, aunque en el fondo pensó que tal vez ella tuviese razón.

Su vida de tornero fresador continuó sin sobresaltos, como había transcurrido la de escritor, al menos hasta 1998, cuando sorpresivamente, del mismo modo que desaparecieron, los Moleskine volvieron a ponerse a la venta. Inmediatamente retomó su antigua costumbre de hacer anotaciones en su cuaderno, sólo que esta vez tuvo que convencer a su mujer de la oportunidad del dispendio, cosa que no logró sino con el abandono a cambio de su único otro vicio conocido, el tabaco. Ella quedó encantada porque siempre destestó lo que consideraba un hábito desagradable y malsano, y él quedó igualmente satisfecho porque en realidad nunca hasta que dejó de escribir sintió la necesidad de fumar, y ahora desde luego ya no la sentía en absoluto. Fumaba únicamente para ocupar el vacío que la escritura le había dejado. En cualquier caso, periódicamente ella trataba de convencerle de que usase un cuaderno normal y corriente, que en cualquier papel se podía escribir sin tener que gastarse 10€ en un cuaderno que además apenas le duraba quince días, y en esos casos siempre contestaba él con la misma letanía: «No entiendes nada, eres incapaz de entenderlo».

Amélie jamás sintió la necesidad de leer aquellos cuadernos, tampoco sabía si su marido se lo habría permitido, pero en 2007, tras la muerte de su Philippe, un día que accidentalmente se topó con el último de ellos, sintió imperiosos deseos de hacerlo. Al principio, simplemente lo cogió para dejarlo con los demás, pero cuando los vio allí todos juntos se dio cuenta de hasta qué punto le echaba de menos y de que tal vez, si los leía, le sentiría de nuevo más cercano.

Más que notas preparatorias para un libro o unos cuentos, aquellos cuadernos eran un completo diario sentimental de lo que había sido la vida de su marido, una vida sentimental que a menudo le ocultaba, ya que era de natural callado, una vida que ella habría dado gustosamente cualquier cosa por compartirla, una vida de la que ella, su amor por ella, era el único y absoluto protagonista. «¿Las cosas hermosas nunca dichas no son acaso un desperdicio?», se preguntaba, aunque lo que realmente quería saber era porqué no se las había dicho nunca a ella. Aunque al principio sintió pena por haber vivido al margen de las palabras hermosas, pronto comenzó a contagiarse de la extraña magia de los Moleskine, y al final, para cuando llegó al último cuaderno, ya se sentía completamente entregada a ella e incluso se alegraba de que la belleza, el amor que había inspirado en la vida de su marido, hubiesen quedado registradas para siempre en aquellos cuadernos para poder acudir a ellos siempre que quisiera, para poder recordar su felicidad pasada no sólo a través de su memoria, como pueden hacer todas las personas, sino también a través de los ojos de su marido.

El último cuaderno terminaba con una anotación dirigida a ella, lo cual, tras la sorpresa inicial le convenció de lo que ya ella había decidido, que él siempre supo que ella los leería, que escribía para ella. La nota final decía: “Mi querida Amélie, muy pocas personas tienen el privilegio de vivir dos vidas, y casi ninguna tiene la suerte de poder resucitar en una de ellas. Yo lo he tenido, y ahora que sé que se acerca el final de todas mis vidas, me pregunto si no habré desperdiciado mi privilegio usándolo en la equivocada: daría cualquier cosa por poder usarlo en la que día a día hemos compartido, aunque durase un único, magnifico y eterno segundo, a tu lado habría merecido la pena, porque el verdadero milagro que he vivido, ha sido compartir mi vida contigo. Te amo”.

Unos días después, Amélie despertó una noche sobresaltada por una idea, algo para lo que a duras penas pudo esperar al día siguiente para comenzar a preparar, aunque no le quedó otro remedio porque no conocía el teléfono de un marmolista de guardia que pudiese acudir urgentemente al cementerio para que cuando ella fuese a ver a su marido, cada quince días, a hablar con él y llevarle el Moleskine que puntualmente le comprase el decimocuarto día en la Rue de l’Ancienne Comédie, pudiera leer en la lápida de su marido:






Philippe Chatel
1936-2006
Marido, padre, escritor

Concurso de microrreseñas Libros y Literatura