I
Casi se podría
decir que se había integrado en el pueblo. Completamente no, porque ese no era
un privilegio reservado a los forasteros, pero todo lo que estaba en su mano
sí. En el mercado casi no le engañaban, es decir, sólo le cargaban un poco la
mano en el precio pero no le mentían en la calidad, todo el mundo le saludaba
amablemente y nadie le aparcaba en la puerta de su casa; su figura solitaria
era uno de los acontecimientos fijos de la cartografía del paseo de la ría, y
en las paradas programadas que hacía a lo largo de su ruta ya no necesitaba
hablar para que le sirvieran su consumición de costumbre. Pero tal vez el signo
inequívoco de su integración en aquel vecindario era la partida de dominó,
porque hacía ya más de un año que no era sólo un vecino, sino que era un vecino
con partida. Cierto que sus compadres no eran excesivamente habladores, lo que
no le venía mal en primer lugar porque, de las que no eran términos de dominó, apenas
captaba una de cada tres palabras que se decían en la mesa, y en segundo porque
sólo el escenario de su retiro en aquel pueblo guardaba cierta semejanza con el
soñado, le faltaba la compañía y con ella la conversación, la banda sonora.
Vivir viudo el retiro soñado como marido era una sutil y refinada forma de
tortura, ese sueño en versión muda que vivía no podría denominarse pesadilla,
era excesivamente plácida y serena para llamarla así, pero no por eso dolía
menos.
La edad no le había
restado apostura, su figura triste paseando por la ría aferrado a su rutina era
observada con interés por no pocas viudas, de las que el pueblo era pródigo,
pero esa realidad no le podría haber resultado menos ajena. Observaba sin ver
en realidad cada detalle de su paseo, se sentaba siempre a leer en el mismo
banco y acababa la mañana en la misma mesa en la que desde siempre sus
compañeros echaban su partida.
La tarde era más
triste, no había paseo, bares ni partida, sino miradas al horizonte y diálogos
silenciosos con quien no podría contestar aunque hubiese querido, y sin embargo
lo hacía.
El día que todo
cambió sólo registró una alteración destacable, aunque pequeña en apariencia:
al sentarse en la mesa comentó, sin saber porqué ni apenas darle importancia,
el efecto desagradable que hacía una barca hundida que había en la ría y que se
veía con la marea baja. Daba un aspecto de dejadez, dijo, que no comprendía en
un lugar que pretendía atraer al turismo. Y ese comentario casual produjo en la
mesa un silencio tan incómodo, tan intenso que hasta las fichas de dominó
parecían desear que alguien lo rompiera. Llegó a continuación un murmullo tan
leve que parecía salir de la mirada, más que de la voz de aquellos jubilados,
un murmullo escasamente tranquilizador que creyó interpretar como "el hombre
ve la barca". Finalmente, su compañero le dijo en voz baja, "mañana
hablamos" y, como si nada hubiera pasado aunque la incomodidad se quedara
sentada a la mesa, jugó la partida con el resto de los parroquianos.
II
A primera hora
recibió la llamada, directa al grano, "¿dónde dices que ves la
barca?", a lo que contestó recordando las malas sensaciones de la noche
anterior. "Nos vemos allí a las doce". Sin más.
Trató de no variar
su rutina pese a su extraña cita, el resto de la mañana transcurrió como de
costumbre en una vida cuyo único motor era precisamente ése, la costumbre.
Muchas veces le había dicho en vida que si ella faltaba primero, él no quería
seguir viviendo, pero ella, creyente como era, no quería oír hablar del asunto.
"Yo pienso ir al cielo", decía, "y me gustaría encontrarte allí.
Los suicidas van al infierno. Nada más que hablar". Así que ahora tenía
fotos de ella en los lugares más comprometidos, el armario de las medicinas, el
cajón de los cuchillos, en fin, todos ellos, para evitar la tentación, para
recordarle el único motivo que le mantenía con vida. Tampoco tenía nada de
especial, había fotos suyas por todas partes, porque se pasaba el día hablando
con ella, y el hecho de hacer sus réplicas desde un papel no la convertía en
más condescendiente ni en menos incisiva que cuando estaba viva.
Como cada día,
desayunó su té con una tostada de pan de centeno, del que cada día compraba una
barra porque era el que le gustaba a ella aunque a él no le sentara del todo
bien y en realidad no tomara de ella mucho más que esa tostada. Compró el
periódico, fue al mercado y, una vez recogida la compra y ordenada la casa, se
fue al banco en el que cada día leía la prensa y pasó una tras otra las hojas
de un periódico al que no pudo prestar mucha atención. No pudo por la intriga
que sentía por su cita, pero sobre todo porque en realidad pasar mecánicamente
las páginas de un periódico en el que nada podía haber ya que le interesase
formaba parte de su ritual diario.
En su programa le
quedaba aun un vino antes de las doce, que se tomó con gusto, y así llegó la
hora señalada, aunque a decir verdad su intriga era bastante desapasionada
porque no imaginaba que pudiera oír nada que fuese en realidad relevante para
él, pero no obstante agradecía el cambio, esperar algo era todo un
acontecimiento.
Cuando llegó al
punto señalado, su amigo ya estaba allí. Le extrañó que le preguntase por la
localización exacta de la barca, porque se veía muy claramente, una ruina
verde, el esqueleto de lo que en su día debió ser un bote pero que hoy no era
más que un vivero de algas. Sin embargo se la señaló y su amigo quien, sin
decir palabra, sacó una cámara digital, fotografió el lugar que él señalaba y,
a continuación le mostró en la pantalla la foto, reproducción exacta del
paisaje que tenían ante ellos, pero sin la barca, sin rastro de esa decrépita
ruina, resto de lo que en algún momento fue vehículo de vida.
III
— Cada año, el
Ayuntamiento retira de la ría las embarcaciones abandonadas, no sin antes
tratar de localizar a sus propietarios o a sus herederos e imponerles la multa
correspondiente. Este año, antes de la temporada de verano, se retiró la última
que quedaba, la de don Cosme. Su hijo vive en Alemania y ni se le pudo
localizar ni era de esperar que eso hubiese cambiado algo, si abandonó a su
padre en la miseria no es de esperar que un bote viejo le hubiese preocupado
más. Por eso nos extrañó anoche que dijeras lo del bote, no pudimos evitar
preocuparnos.
— ¿Preocuparos?
— Sí, por la
leyenda, ¿nunca has oído hablar de las barcas muertas?
— ¿Las barcas
muertas? No, nunca.
El amigo comenzaba
a impacientarse, no era normal que aquel hombre mostrara interés, pero no
preocupación, parecía que le seguía la conversación por cortesía, pero no había
en el ni resto de nerviosismo.
— Dicen que sólo
hay dos motivos por los que alguien ve una barca muerta, una barca que no es
visible para los demás, se entiende, uno es que tenga algo que ver con ella
cuando estaba viva, con su propietario, capitán, con sus viajes, lo que fuera.
— Hace relativamente
poco que vivo aquí, ya lo sabes, es bastante poco probable que la vida de esa
barca y la mía se hayan cruzado en algún momento. ¿Y la otra?
— Ya sabes, la
mitología, las supersticiones, en fin, esas cosas.
— Créeme que de
todos los "ya sabes" que he oído en mi vida, este es, con diferencia,
del que menos sé.
— Pues eso, que si
uno ve una barca muerta es porque pronto será de su tripulación, la necesitará
para su último viaje.
— ¿Me estás
diciendo que voy a morir?
— No hombre, no,
sólo te he contado una leyenda.
— ¿Y por qué, según
tú, si no es por esa leyenda, veo una barca que no aparece en las fotos?
— No sé que
decirte.
— Bueno, pues no se
hable más. Se hace tarde, los demás deben estar ya esperándonos, ¿nos vamos a
jugar la partida?
Nadie de los de la
partida ni de los parroquianos habituales del bar podría haber asegurado si le
preguntaran, como más tarde de hecho les
preguntaron, que aquel elegante viudo tan amable estuviera más contrariado que
su compañero al llegar al bar, de hecho parecía ser el único de los cuatro no
pensaba en un asunto por el que las miradas de los demás se interrogaban
constantemente.
IV
"¿Qué te
parece, cariño? Una historia de muertos a estas alturas, como si en nuestras
vidas no hubiese habido ya suficientes muertes como para no estar
acostumbrados. Primero aquella de la que nunca hablamos, la de ese que podíamos
llamar descendencia pero no hijo, esa de la que me negué a hablar más y aun no
he tenido vida suficiente para arrepentirme no por él, sino porque ahora sé que
la pena que no pudiste sacar fuera de ti fue la que acabó por corroerte por
dentro. Y luego la tuya, la que los médicos no se explican porque en la
facultad no les enseñan que se puede morir de pena, como tampoco saben que se
puede vivir de ella. Y ahora ese bote, esa ruina hasta como recuerdo en la que
puede ser, si hay suerte y la leyenda esta en lo cierto, algo difícil de creer,
que haya sacado por fin un billete para ir a verte. Hasta me parece bonita,
¿sabes? Tengo tanto por lo que disculparme que sólo tu buen corazón puede
salvarme, fui tan egoísta al silenciar tu dolor para sobrellevar el mío que sé
que no lo merezco, como sé que me perdonarás igualmente. Tampoco él merecía
nuestro perdón ni nuestro dolor, y bien sabe Dios que le perdonamos aun antes
de que hiciera todas esas cosas imperdonables y que sufrimos todo el dolor que
pudimos soportar. Hoy no voy a molestarte más, me voy a dormir pronto sin
siquiera leer un ratito, es el primer día desde que me faltas en que me voy a
la cama con esperanza, y si mañana va a ser el día en el que por fin vaya a
verte, no quiero esperar más. Bendita sea la barca muerta aunque sólo sea por
este momento de esperanza.
V
Los compañeros de
la partida no daban crédito a lo que veían, desde la propia noticia a la furgoneta
de los servicios funerarios estacionada en la puerta de la vivienda de su
amigo. Habían gastado esa misma broma decenas de veces, a familiares, turistas,
a quien se pusiera a tiro. Por eso no necesitaron hablar entre ellos cuando el
viudo hizo su comentario casual sobre la barca, la habían escenificado tantas
veces que les salió de forma natural. La foto trucada en la cámara, la
invención de la leyenda, no eran más que el guión que habían ido perfeccionando
con el tiempo a base de repetir la actuación. Pero aquel pobre hombre estaba
muerto, y ellos se sentían culpables pero también intrigados. Por más que
repasaban una y otra vez las últimas 48 horas no encontraban ningún indicio de
debilidad cardiaca o de otra índole que les debiera haber hecho parar y revelar
la verdad, más bien al contrario, el actor principal del drama que habían
representado juraba una y otra vez, con evidente nerviosismo, que cuando le
contó la leyenda de la barca muerta el hombre, en un gesto que no le era nada
habitual, sonrió.