jueves, 8 de diciembre de 2011

EL HOMBRE QUE TROPEZÓ CON EL MERIDIANO DE GREENWICH

Hasta que tropezó con el meridiano de Greenwich, Abílio Relvas da Silva había sido un ejecutivo de clase media, bien considerado por su sentido de la responsabilidad y del trabajo pero censurado por su ausencia de iniciativa y brillantez, lo que le había impedido subir en el escalafón de su empresa más alto de lo que lo había hecho. Tal vez fue por eso, por esa sensación de haber tocado techo, que el tropezón le sorprendió mirando hacia arriba en el transcurso de una visita al Antiguo Real Observatorio astronómico londinense que presta su nombre al meridiano que referencia la hora mundial, aunque en honor a la verdad nada hubiera allí con lo que tropezar. Tras el traspiés y un rebote en la persona que le antecedía, Abílio se golpeó la cabeza en el mismo meridiano, a consecuencia de lo cual hubo de ser trasladado de urgencia al hospital.

Fiel a su tradición de puntualidad Suiza, se recuperó a tiempo de reincorporarse a su puesto de trabajo con la misma diligencia de siempre, dispuesto a dar lo mejor de sí, aunque darlo durante tantos años de bien poco le hubiera servido hasta el momento. Sin embargo, notó algo diferente no en su tarea, sino en su propia persona, y es que Abílio había desarrollado una inusual capacidad de anticipación a los hechos, una capacidad premonitoria (a corto plazo, eso sí) de gran utilidad en su campo profesional. Meses después, cuando fue llamado al despacho del Consejero Delegado por primera vez en su dilatada carrera profesional, se habría sorprendido de su ascenso y su traslado de no haber sido porque exactamente una hora antes lo había presentido con total exactitud. En atención al salto cualitativo observado en su trabajo, le dijeron, le iban a trasladar nada más y nada menos que a la Central de Nueva York, donde, de seguir rindiendo al mismo nivel, debería adquirir la experiencia necesaria para regresar a la patria convertido en un directivo, quien sabía si incluso en el sucesor del propio Consejero, quien tuvo además a bien felicitarle por su cambio de actitud, ya que sólo unos meses antes incluso se había barajado su nombre en el último recorte de plantilla.

Abílio se sentía el amo del mundo, ese golpe de suerte inesperado le había cambiado una vida por lo demás enfocada casi exclusivamente a lograr el éxito profesional que tan remiso le había sido hasta entonces. Llevaba años estudiando inglés, el único idioma que dominaba además del suyo propio, y eso con notable esfuerzo ya que era proverbial su incapacidad innata para los idiomas. Sin embargo, sin que lograse entender muy bien el porqué, su experiencia americana fue un rotundo fracaso. Esa capacidad premonitoria que había cambiado su vida no sólo había desaparecido en el nuevo continente, sino que se había transformado en una rotunda lentitud, una incapacidad para comprender lo que ocurría hasta unas horas después que no sólo impidió su vuelta triunfal convertido en el directivo que siempre había querido ser, sino que desembocó en su fulminante despido a los pocos meses de comenzar su aventura. Abílio achacó su fracaso a su falta de fluidez con el idioma, porque nada más volver a su tierra recuperó por entero su sexto sentido desaparecido, y decidió invertir su finiquito en un viaje a Londres mediante el que mejorar su inglés. No obstante, no olvidaba que fue durante sus vacaciones allí cuando cambió su suerte.

Y cambiar, cambió de nuevo, pero inexplicablemente para convertirse en el gris empleado que había sido siempre. En Londres no adivinaba cosas, aunque tampoco se sentía lastrado por la lentitud que arrostró en los Estados Unidos, lo cual le supuso un importante descanso, una gran relajación, pero también un cierto desasosiego, ¿cómo iba a ganarse la vida sin su añorada clarividencia? Y lo que es más importante, ¿porqué iba y venía? Ensimismado por esos pensamientos vagabundeó sin rumbo fijo por las calles de Londres, hasta que una visión familiar le despertó de su ensueño, el antiguo observatorio donde se golpeó la cabeza en su anterior viaje. Y entonces lo vio claro, su capacidad adivinatoria perdida había dejado paso a una lucidez notable gracias a la cual creyó descubrir la causa de sus males: él no adivinaba sino que realmente, a consecuencia del golpe, se había quedado anclado en el horario de Greenwich, así que en Portugal, GMT+1, presentía cosas porque realmente vivía una hora por delante de que ocurrieran, mientras que en Nueva York, GMT-5, estaba lastrado por cinco horas de retardo que le impedían comprender la realidad a su debido tiempo. Y allí, donde empezó todo, era el que había sido siempre, sin adelantos ni retrasos, sin ventajas ni desventajas, gris, sin duda, pero mentalmente relajado. Nada más concluir su razonamiento se asustó, no era persona dada a las fantasías y semejante idea descabellada le resultaba completamente ajena, pero, ¿acaso había otra explicación?

Sin ser persona dada a las apuestas, sin embargo o precisamente por ello, la primera apuesta que decidió hacer en su vida resultó ser la más arriesgada imaginable, apostó todo su patrimonio a que su idea era cierta y decidió buscar fortuna en un país que, según su teoría de los husos horarios, le proporcionase una ventaja notable sobre los demás, así que una semana después de su revelación ya se encontraba instalado en Moscú, GMT+3, tomando lecciones aceleradas de ruso y estableciéndose como incipiente hombre de negocios en aquella nueva tierra de las oportunidades. De la mano de su inseparable guardaespaldas y traductor y gracias a su notable capacidad de anticipación, pronto logró el éxito deseado, y en apenas diez años, además de dominar el ruso con cierta soltura, había amasado una inmensa fortuna gracias, principalmente, a sus negocios especulativos. Si embargo, lograr el objetivo primordial de su vida, el éxito empresarial, para su sorpresa no le había proporcionado la menor paz de espíritu, sino más bien al contrario, el esfuerzo que le suponía vivir por anticipado estaba a punto de dejarle extenuado. Su éxito, ahora se daba cuenta, no era gratis, sino que se pagaba en salud, así que, con la misma repentina decisión que un día decidió partir a Rusia, sorpresivamente concluyó que debía retirarse a vivir de las rentas y a descansar. Sobre todo a descansar.

Se dio cuenta de que en su tierra natal no podría lograr su objetivo, porque allí también tendría que vivir una hora antes, así que decidió confinarse en el meridiano que le había proporcionado su éxito, una cárcel estrecha, sí, pero larga, muy larga, y hacerlo allí donde empezó todo, en Greenwich, cerca del observatorio, cuya silueta dominaba las vistas de la propiedad que adquirió como retiro. Pero quiso llegar allí con la cura de reposo mental hecha de antemano, quiso que su retiro fuera la estación final de su viaje por el meridiano, de forma que inició un viaje por Ghana, Togo, Burkina Faso, Mali, Argelia, España (en pleno meridiano pero con horario central europeo por razones políticas), Francia (igualmente) y, finalmente, el Reino Unido. El Abílio Relvas da Silva que llegó a Londres era un hombre nuevo, relajado, sosegado y completamente alejado de los intereses que hasta entonces habían guiado su existencia. El hombre que tropezó con el meridiano de Greenwich era, al fin, un hombre feliz, o al menos así se sentía hasta que, repentinamente, con su último refugio y el observatorio a la vista, la luz de una linterna en una pupila le despertaba al tiempo que la voz suavemente modulada de un doctor inglés le explicaba que había sufrido un golpe en la cabeza en su visita al observatorio y que llevaba unas semanas en coma en aquel hospital, pero que afortunadamente se había recuperado. Abílio sintió que salía de algo más que de un estado de coma, sintió que el hecho de que todo hubiera sido un mal sueño le permitiría retomar su vida con otras expectativas, de una forma completamente diferente sin repetir en la vida real los errores que había cometido tanto en el pasado como en su vida imaginada, así que se sintió impulsado por un inmejorable estado de ánimo cuando le agradeció a aquel doctor desconocido sus desvelos, cuando como un torrente pretendió explicar todo lo que había vivido y lo que había significado para él. Lo que ni el doctor ni ninguno de los presentes acertó a comprender era cómo ni porqué les contaba todo aquello precisamente en ruso.

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