miércoles, 16 de mayo de 2012

PALABRAS Y SONRISAS


Cuando aquel desconocido niño hiperactivo hizo acto de presencia en el hasta entonces apacible compartimento en el que se iba a ver obligado a pasar las próximas tres horas, en el mejor de los casos, sucedió de repente algo entre cochecitos, gritos y promesas de maletas: el viajero presenció como una palabra nacida por error tomaba poco a poco forma ante sus ojos y alcanzaba, en su libre vuelo, una altura insospechada. La palabra entredicha por el niño, o dicha en volumen apenas audible, o dicha probablemente por error, o tal vez no dicha en absoluto sino únicamente imaginada, la palabra oída, si oída, por sorpresa y dicha, si dicha, por error, fue papá, una de las pocas que se podría aventurar que el pequeño supiese a ciencia cierta, y tal vez por eso, por falta de recursos gramaticales, fuese dicha inadvertidamente o sin más intención que la de colorear el silencio.
El hecho es que entró el niño, con él la palabra y tras él la madre, junto con las maletas habituales de un viaje más las adicionales que la infancia suma a todo desplazamiento en grado, generalmente, de desmesura. Y tras los corteses saludos, la educada ayuda de rigor en la colocación de los bultos en su sitio y los incesantes juegos del niño, volvió el silencio. El silencio entre los adultos, se entiende, que es a la vez tan cómodo o tan incómodo como se pueda desear, a menudo incluso ambas cosas a la vez, pero que deja lugar para los pensamientos, para la imaginación, algo a lo que aquel viajero impenitente era algo más que un simple aficionado. A menudo sus allegados, si es que había quien podía considerarse cercano a alguien como él, le habían reprochado su afición a imaginar las vidas ajenas en comparación con su escasa predisposición a compartirlas, pero él se encontraba mucho más cómodo en aquel trance, y se dispuso a tratar de adivinar la vida, real o no, de aquella mujer que tan dispuesta se encontraba a respetar su silencio, y de aquel niño que, probablemente, le había llamado papá.
Sin embargo algo no iba bien, para imaginar una vida necesitaba hacerlo de cero, sin más contaminación de realidad que su propia percepción de la persona objeto de su entretenimiento. Aquella mujer le sonaba, su cara, bien que vagamente, le recordaba algo que era incapaz de recordar, y antes de ubicarla debidamente en su vida se sentía incapaz de hacerlo en su imaginación. Así que se esforzó en recordarla sin intentar siquiera conocerla, y es probable que ella notara algo porque por momentos pareció incomodarse aunque, bien es cierto, no pasó mucho tiempo sin que se dibujara en su rostro una de esas perturbadoras sonrisas que lo son en tanto que indescifrables y que no parecen informar sobre el estado de ánimo de su propietaria más que en el sentido de dejar claro que saben algo que el observador no sospecha.
Aquella sonrisa le estaba volviendo loco, al poco de observarla, a veces tan fijamente que, además de abonar el terreno a los malentendidos, exploraba las fronteras entre lo descortés y la grosería, creyó recordarla también, y tan intensamente que pronto empezó a eclipsar al resto de la cara. Él era viajante, constantemente conocía gente y muy a menudo sonrisas, generalmente falsas e impostadas pero no por ello menos recordadas ahora que trataba de identificarlas. Sólo le distraían, aunque poco, el ruido que ocasionalmente hacía el niño, ese niño que le había llamado papá, y la burocrática regañina con que su madre trataba de hacer ver que en realidad su agotamiento le dejaba espacio para preocuparse por la incomodidad que en el desconocido compañero de viaje pudiera causar su hijo, cosa que en realidad no ocurría en absoluto.
Y entonces, con su mente en plena espiral de recuerdos y elucubraciones sobre aquella mujer en pleno vértigo de identificación, llegó el momento fatídico, el momento en que uno baja la guardia y decide preguntarse, ¿y si? Y entonces está perdido. ¿Y si no fue un error, y si realmente el niño esperaba encontrar en ese vagón a su padre? ¿Y si el destino de esa familia que viaja sin padre fuese en realidad ése, el padre? ¿Y si le suena la mujer porque en alguno de esos viajes en los que se permitió algún escarceo amoroso hubiese concebido con ella a aquel niño al que súbitamente incluso le veía un cierto aire de familia, concretamente a su tío Rafael?¿Y si ahora aquella mujer le hubiera localizado y le había seguido hasta ese tren, cosa fácil porque era en él una ruta habitual, y la palabra equivocada del niño no fue sino la infantil revelación imprudente de un secreto?
Aquello ponía su vida boca abajo, un niño a su edad. Un punto de apoyo al que agarrarse para frenar su existencia nómada, esa vida errabunda que en sus delirios de juventud había confundido con la libertad y que ahora, en su madurez, se le asemejaba infinitamente más a una rutina funcionarial sólo que con un despacho sin paredes. Y estaba tan cansado. En la cuna que prometía la enigmática sonrisa de aquella desconocida tan familiar bien podría descansar la tranquilidad de una vida diferente, el calorcillo de una familia, el futuro apacible en el que el viajante dibuja su reposo del guerrero y que se da cuenta de que lleva años deseando aunque hasta hace apenas unos minutos no lo hubiera siquiera sospechado.
La palabra voladora del niño se iba apropiando de la estancia, ya casi nada existía en ella que no fuera su eco, el sonido de sus juegos y la sonrisa de su made. La situación del viajante comenzaba a ser tan desesperaba que ya había desistido de su afán de recordar y en su lugar había tomado forma otro de averiguar, de preguntar, y para hacerlo estaba dispuesto a coger el toro por los cuernos y abordar a su compañera de vagón para iniciar una conversación que debía discurrir por senderos misteriosos, aunque ya él, en su fuero íntimo, ya hubiera decidido su conclusión final. Restaba decidir la estrategia, había abordado a mujeres solitarias en cientos de ocasiones, pero esta era bien distinta, y había que decidir bien, palabra por palabra, cómo iba a plantear aquella conversación que podía ser la más importante o la más ridícula de su vida. Pero no estaba en condiciones de argumentar, no pensaba coherentemente, así que decidió dejarse llevar y se dirigió a ella en el preciso instante en el que su voz quedaba camuflada bajo la del aviso por megafonía de la siguiente estación de forma que no sabía a ciencia cierta si ella le había oído o no. Concibió un esperanza cuando vio la sonrisa que se dibujaba en su cara, amplia, diferente, pero que pronto le asustó por ver en ella un no se qué de malicioso que le hizo apretar la espalda contra el respaldo como si las palabras que se aprestaban a salir de aquella boca fuesen potencialmente dañinas. Y lo eran. “Hijo, prepárate, en la próxima estación nos bajamos”.
El viajante respiró aliviado, “he estado a punto de hacer el más espantoso de los ridículos”, y se supo consciente de que el último esfuerzo que le quedaba por hacer era disimular su azoramiento hasta que esos desconocidos que tanto habían perturbado su paz se bajaran del tren, cosa que estaba a punto de ocurrir puesto que ya estaban en pie con todo su equipaje en espera de que la locomotora se parara completamente y se abrieran las puertas.
Y se abrieron, y le pareció oir claramente una voz infantil que decía “adios papá”, y escuchó atento unos pasos que se alejaban y vio como sus hasta entonces compañeros de viaje se reunían con un hombre, después de todo no tan distinto de él, que les esperaba y al que besaban y abrazaban con el inconfundible calor del reencuentro. Y creyó ver claramente cómo, en el último momento, una dura mirada cargada de malicia, a juego con la sonrisa que se mantenía aun en aquel rostro, se volvía hacia su ventana queriendo decirle algo que él se negaba a ser capaz de comprender.
El tren reanudó su marcha, aquellas personas y aquella estación se fueron alejando hasta desaparecer de todas partes excepto de su cabeza. El viajero apagó la luz y trató de conciliar el sueño, como tantas veces en tantos vagones, pero esta vez se sentía inquieto, perturbado, pero sobre todo se sentía solo, más solo de lo que nunca jamás se había sentido, solo pero con la certeza, compañía al fin y al cabo, de que aquel “¿y si?” con el que había empezado todo y aquella sonrisa perturbadora con la que aparentemente había terminado no le iban a abandonar nunca. O si. Tal vez incluso ellas sí, y, francamente, no sabía que opción de las dos le aterraba más.