martes, 13 de diciembre de 2011

LOS CUADERNOS DE VIDA DEL GUARDIÁN DE LOS MUERTOS

Jean Paul Leconte no trabajaba en el cementerio por vocación, de hecho era una ocupación bastante inapropiada para alguien con alma de espectador de la vida, como él, pero la obligación familiar de ayudar a su padre primero y la costumbre después, terminaron por hacerle habituarse tanto a su empleo que no concibiera ya la posibilidad de buscar otro diferente.

Su padre le decía que el suyo, el de los dos, era un trabajo sagrado, que ellos eran los guardianes de los muertos, de la paz de los muertos, y que nada en el mundo había que conllevara un mayor grado de responsabilidad. Él, que desde pequeño fue un niño tímido que registraba cuanto veía con la precisión de una cámara de video y con la sensibilidad de un pintor pero que jamás participaba en ello, se consideraba más bien como un jardinero lúgubre, un guardián de la tristeza cuya finalidad era tratar de hacerla aparecer hermosa a los ojos de los familiares de los muertos. Para alguien nacido para observar la vida, resultaba trágicamente paradójico vivir observando a la muerte.

Poco a poco, la soledad y su carácter le fueron empujando a desarrollar una afición que se convirtió en su principal distracción, y es que las vidas que no podía observar las imaginaba para sus muertos, quienes ya no podían vivirlas, pero él les inventaba un pasado que, sin darse cuenta, se convertía en el futuro de aquellos que ya no lo tenían. No sabía si a los muertos les satisfacía su nueva vida, no podía saberlo, pero de todos modos tampoco creía que les pudiese importar demasiado.

Su afición, poco a poco, se fue volviendo más y más metódica: buscaba en familiares y allegados, a los que observaba a la vez como un científico y como un poeta, la inspiración necesaria para construir la vida de sus muertos, que a menudo era mucha, porque trataba de hacerlo con la seriedad y coherencia que a menudo la vida misma se permite el lujo de no respetar, y eso era lo más difícil, ser fiel al espíritu humano, a la vida y ser a la vez coherente y bondadoso. Porque no hay vida sin dolor, eso él de sobra lo sabía, pero ¿qué necesidad tenía de inventarles experiencias dolorosas a quienes ya con creces las habían padecido?

Un día ocurrió un acontecimiento que supuso un salto cualitativo, y fue la milagrosa aparición sobre la tumba de un fallecido reciente, Philippe Chatel se llamaba, y con periodicidad quincenal además, unos cuadernos en blanco con las tapas negras y una goma en la parte inferior, y de la marca era Moleskine, que él, tras mucho pensarlo (pues dudaba si apropiárselos no sería una intromisión indigna en la relación de la viuda con el fallecido), decidió utilizar para ir anotando y desarrollando en ellos las vidas de sus muertos.

Su colección de cuadernos era una red magnífica, de interrelaciones, porque las existencias literarias de sus personajes se relacionaban entre ellas, un completo y complejo modelo de sociedad que poco a poco se iba ampliando y cuya riqueza y complejidad habría sorprendido al más curtido de los sociólogos. Lamentablemente el ritmo de llegada de nuevos inquilinos era muy superior al de llegada de nuevos cuadernos, de modo que su idea inicial de “un cuaderno, una vida” pronto se demostró insuficiente, y la posibilidad de comprar él otros cuadernos por su cuenta se le antojaba poco menos que un anatema, así que en el cementerio se creó una nueva casta, la de los muertos sin cuaderno, o lo que es lo mismo, la de los muertos sin vida, que es como Jean Paul les llamaba, y esa circunstancia poco a poco le fue sumiendo en la tristeza porque se veía incapaz de proporcionarles a todos los suyos un mundo feliz. El mundo que creó sí que era feliz, pero los desheredados de la muerte, tenían el acceso vedado.

La pérdida de la razón fue un proceso lento, yo solo sé que los pocos días que compartí con él, en los que fue mi paciente en la clínica psiquiátrica, conocí a un ser humano desvalido, apesadumbrado por la culpa y atemorizado por las represalias de aquellos a quienes llamaba muertos sin vida que yo, lamentablemente, no identifiqué hasta que la curiosidad me llevó a su casa tras su muerte y al descubrimiento de la colección de cuadernos de la vida que terminó por costarle a su autor la suya propia. La última vez que le vi me dio un cuaderno como los que después leí con tanto interés como admiración, en el que sólo estaba anotado su nombre y junto al que me pidió algo que entonces me pareció la última voluntad de un loco, que fue su petición de no dejarle a merced de los muertos sin vida. “Permítame entrar” me dijo, “permítame entrar”.

Yo no supe en ese momento donde quería entrar, pero tenía claro que me había dado la llave y ahora que conozco la puerta, me dispongo a cruzarla para proporcionarle a mi paciente muerto el reposo y la paz que no fui capaz de regalarle en vida. Curiosamente siempre he utilizado esos mismos cuadernos para mis notas profesionales, que también son a su manera un registro de la vida, así que me siento cómodo en mi labor y me dispongo a empezar. Sólo me pregunto si dentro de muchos años podré reencontrarme con él y quien escribirá, llegado el día, mi nombre en un Moleskine.

lunes, 12 de diciembre de 2011

LE VRAI MOLESKINE N’EST PLUS

Ni la propietaria de la papelería de la calle de l’Ancienne Comédie ni el de la pequeña imprenta familiar de Tours gracias a los cuales hasta 1986 se podían conseguir libretas Moleskine, fueron conscientes del efecto que su anuncio de dejar de venderlas la una y de dejar de fabricarlas el otro tuvo sobre la vida de Philippe Chatel, un humilde tornero fresador parisino para el cual el gasto que hacía en esos cuadernos era el mayor, y tal vez el único lujo que se permitía.

Él estaba presente cuando el escritor Bruce Chatwin se llevó todos los cuadernos que quedaban en la librería donde ambos se abastecían, como antes lo hicieran Picasso o Heminway, y tuvo que ver como delante de él, la propietaria colgaba un cartel que rezaba Le vrai Moleskine n’est plus y que para él supuso el fin de su vida como escritor: sencillamente no concebía tomar notas en otro cuaderno que no fuese su Moleskine de toda la vida. En realidad su vida como escritor era una realidad paralela, ya que jamás había escrito nada que no fueran las notas de sus cuadernos, pero él era de la opinión de que ser escritor no era tanto una profesión como un estado de ánimo y puesto que el se consideraba a sí mismo como tal, nadie podía poner en duda que lo fuera.

El día que se quedó sin la posibilidad de contar con su compañero de viaje inseparable, y para él indispensable, de su vida literaria, decidió ponerle fin sin más y el Philippe escritor se suicidó simbólicamente encerrando todos sus cuadernos en un cajón con llave. Años más tarde, cuando le contó todo esto a Amélie, quien se había convertido en su mujer y madre de sus hijos (dos gemelos varones y una niña, la menor), ella se rió. «¿Qué clase de escritor es uno que sólo escribe, perdón, uno que sólo escribe notas?», le preguntó. «Uno que se prepara concienzudamente», contestó él ofendido, y ella, al ver su enfado, le dijo que un escritor de verdad, uno que realmente necesitara escribir, o bien se habría suicidado de verdad, o bien habría seguido escribiendo en otro cuaderno. «No entiendes nada, eres incapaz de entenderlo», fue todo lo que pudo contestarle, aunque en el fondo pensó que tal vez ella tuviese razón.

Su vida de tornero fresador continuó sin sobresaltos, como había transcurrido la de escritor, al menos hasta 1998, cuando sorpresivamente, del mismo modo que desaparecieron, los Moleskine volvieron a ponerse a la venta. Inmediatamente retomó su antigua costumbre de hacer anotaciones en su cuaderno, sólo que esta vez tuvo que convencer a su mujer de la oportunidad del dispendio, cosa que no logró sino con el abandono a cambio de su único otro vicio conocido, el tabaco. Ella quedó encantada porque siempre destestó lo que consideraba un hábito desagradable y malsano, y él quedó igualmente satisfecho porque en realidad nunca hasta que dejó de escribir sintió la necesidad de fumar, y ahora desde luego ya no la sentía en absoluto. Fumaba únicamente para ocupar el vacío que la escritura le había dejado. En cualquier caso, periódicamente ella trataba de convencerle de que usase un cuaderno normal y corriente, que en cualquier papel se podía escribir sin tener que gastarse 10€ en un cuaderno que además apenas le duraba quince días, y en esos casos siempre contestaba él con la misma letanía: «No entiendes nada, eres incapaz de entenderlo».

Amélie jamás sintió la necesidad de leer aquellos cuadernos, tampoco sabía si su marido se lo habría permitido, pero en 2007, tras la muerte de su Philippe, un día que accidentalmente se topó con el último de ellos, sintió imperiosos deseos de hacerlo. Al principio, simplemente lo cogió para dejarlo con los demás, pero cuando los vio allí todos juntos se dio cuenta de hasta qué punto le echaba de menos y de que tal vez, si los leía, le sentiría de nuevo más cercano.

Más que notas preparatorias para un libro o unos cuentos, aquellos cuadernos eran un completo diario sentimental de lo que había sido la vida de su marido, una vida sentimental que a menudo le ocultaba, ya que era de natural callado, una vida que ella habría dado gustosamente cualquier cosa por compartirla, una vida de la que ella, su amor por ella, era el único y absoluto protagonista. «¿Las cosas hermosas nunca dichas no son acaso un desperdicio?», se preguntaba, aunque lo que realmente quería saber era porqué no se las había dicho nunca a ella. Aunque al principio sintió pena por haber vivido al margen de las palabras hermosas, pronto comenzó a contagiarse de la extraña magia de los Moleskine, y al final, para cuando llegó al último cuaderno, ya se sentía completamente entregada a ella e incluso se alegraba de que la belleza, el amor que había inspirado en la vida de su marido, hubiesen quedado registradas para siempre en aquellos cuadernos para poder acudir a ellos siempre que quisiera, para poder recordar su felicidad pasada no sólo a través de su memoria, como pueden hacer todas las personas, sino también a través de los ojos de su marido.

El último cuaderno terminaba con una anotación dirigida a ella, lo cual, tras la sorpresa inicial le convenció de lo que ya ella había decidido, que él siempre supo que ella los leería, que escribía para ella. La nota final decía: “Mi querida Amélie, muy pocas personas tienen el privilegio de vivir dos vidas, y casi ninguna tiene la suerte de poder resucitar en una de ellas. Yo lo he tenido, y ahora que sé que se acerca el final de todas mis vidas, me pregunto si no habré desperdiciado mi privilegio usándolo en la equivocada: daría cualquier cosa por poder usarlo en la que día a día hemos compartido, aunque durase un único, magnifico y eterno segundo, a tu lado habría merecido la pena, porque el verdadero milagro que he vivido, ha sido compartir mi vida contigo. Te amo”.

Unos días después, Amélie despertó una noche sobresaltada por una idea, algo para lo que a duras penas pudo esperar al día siguiente para comenzar a preparar, aunque no le quedó otro remedio porque no conocía el teléfono de un marmolista de guardia que pudiese acudir urgentemente al cementerio para que cuando ella fuese a ver a su marido, cada quince días, a hablar con él y llevarle el Moleskine que puntualmente le comprase el decimocuarto día en la Rue de l’Ancienne Comédie, pudiera leer en la lápida de su marido:






Philippe Chatel
1936-2006
Marido, padre, escritor

Concurso de microrreseñas Libros y Literatura

jueves, 8 de diciembre de 2011

EL HOMBRE QUE TROPEZÓ CON EL MERIDIANO DE GREENWICH

Hasta que tropezó con el meridiano de Greenwich, Abílio Relvas da Silva había sido un ejecutivo de clase media, bien considerado por su sentido de la responsabilidad y del trabajo pero censurado por su ausencia de iniciativa y brillantez, lo que le había impedido subir en el escalafón de su empresa más alto de lo que lo había hecho. Tal vez fue por eso, por esa sensación de haber tocado techo, que el tropezón le sorprendió mirando hacia arriba en el transcurso de una visita al Antiguo Real Observatorio astronómico londinense que presta su nombre al meridiano que referencia la hora mundial, aunque en honor a la verdad nada hubiera allí con lo que tropezar. Tras el traspiés y un rebote en la persona que le antecedía, Abílio se golpeó la cabeza en el mismo meridiano, a consecuencia de lo cual hubo de ser trasladado de urgencia al hospital.

Fiel a su tradición de puntualidad Suiza, se recuperó a tiempo de reincorporarse a su puesto de trabajo con la misma diligencia de siempre, dispuesto a dar lo mejor de sí, aunque darlo durante tantos años de bien poco le hubiera servido hasta el momento. Sin embargo, notó algo diferente no en su tarea, sino en su propia persona, y es que Abílio había desarrollado una inusual capacidad de anticipación a los hechos, una capacidad premonitoria (a corto plazo, eso sí) de gran utilidad en su campo profesional. Meses después, cuando fue llamado al despacho del Consejero Delegado por primera vez en su dilatada carrera profesional, se habría sorprendido de su ascenso y su traslado de no haber sido porque exactamente una hora antes lo había presentido con total exactitud. En atención al salto cualitativo observado en su trabajo, le dijeron, le iban a trasladar nada más y nada menos que a la Central de Nueva York, donde, de seguir rindiendo al mismo nivel, debería adquirir la experiencia necesaria para regresar a la patria convertido en un directivo, quien sabía si incluso en el sucesor del propio Consejero, quien tuvo además a bien felicitarle por su cambio de actitud, ya que sólo unos meses antes incluso se había barajado su nombre en el último recorte de plantilla.

Abílio se sentía el amo del mundo, ese golpe de suerte inesperado le había cambiado una vida por lo demás enfocada casi exclusivamente a lograr el éxito profesional que tan remiso le había sido hasta entonces. Llevaba años estudiando inglés, el único idioma que dominaba además del suyo propio, y eso con notable esfuerzo ya que era proverbial su incapacidad innata para los idiomas. Sin embargo, sin que lograse entender muy bien el porqué, su experiencia americana fue un rotundo fracaso. Esa capacidad premonitoria que había cambiado su vida no sólo había desaparecido en el nuevo continente, sino que se había transformado en una rotunda lentitud, una incapacidad para comprender lo que ocurría hasta unas horas después que no sólo impidió su vuelta triunfal convertido en el directivo que siempre había querido ser, sino que desembocó en su fulminante despido a los pocos meses de comenzar su aventura. Abílio achacó su fracaso a su falta de fluidez con el idioma, porque nada más volver a su tierra recuperó por entero su sexto sentido desaparecido, y decidió invertir su finiquito en un viaje a Londres mediante el que mejorar su inglés. No obstante, no olvidaba que fue durante sus vacaciones allí cuando cambió su suerte.

Y cambiar, cambió de nuevo, pero inexplicablemente para convertirse en el gris empleado que había sido siempre. En Londres no adivinaba cosas, aunque tampoco se sentía lastrado por la lentitud que arrostró en los Estados Unidos, lo cual le supuso un importante descanso, una gran relajación, pero también un cierto desasosiego, ¿cómo iba a ganarse la vida sin su añorada clarividencia? Y lo que es más importante, ¿porqué iba y venía? Ensimismado por esos pensamientos vagabundeó sin rumbo fijo por las calles de Londres, hasta que una visión familiar le despertó de su ensueño, el antiguo observatorio donde se golpeó la cabeza en su anterior viaje. Y entonces lo vio claro, su capacidad adivinatoria perdida había dejado paso a una lucidez notable gracias a la cual creyó descubrir la causa de sus males: él no adivinaba sino que realmente, a consecuencia del golpe, se había quedado anclado en el horario de Greenwich, así que en Portugal, GMT+1, presentía cosas porque realmente vivía una hora por delante de que ocurrieran, mientras que en Nueva York, GMT-5, estaba lastrado por cinco horas de retardo que le impedían comprender la realidad a su debido tiempo. Y allí, donde empezó todo, era el que había sido siempre, sin adelantos ni retrasos, sin ventajas ni desventajas, gris, sin duda, pero mentalmente relajado. Nada más concluir su razonamiento se asustó, no era persona dada a las fantasías y semejante idea descabellada le resultaba completamente ajena, pero, ¿acaso había otra explicación?

Sin ser persona dada a las apuestas, sin embargo o precisamente por ello, la primera apuesta que decidió hacer en su vida resultó ser la más arriesgada imaginable, apostó todo su patrimonio a que su idea era cierta y decidió buscar fortuna en un país que, según su teoría de los husos horarios, le proporcionase una ventaja notable sobre los demás, así que una semana después de su revelación ya se encontraba instalado en Moscú, GMT+3, tomando lecciones aceleradas de ruso y estableciéndose como incipiente hombre de negocios en aquella nueva tierra de las oportunidades. De la mano de su inseparable guardaespaldas y traductor y gracias a su notable capacidad de anticipación, pronto logró el éxito deseado, y en apenas diez años, además de dominar el ruso con cierta soltura, había amasado una inmensa fortuna gracias, principalmente, a sus negocios especulativos. Si embargo, lograr el objetivo primordial de su vida, el éxito empresarial, para su sorpresa no le había proporcionado la menor paz de espíritu, sino más bien al contrario, el esfuerzo que le suponía vivir por anticipado estaba a punto de dejarle extenuado. Su éxito, ahora se daba cuenta, no era gratis, sino que se pagaba en salud, así que, con la misma repentina decisión que un día decidió partir a Rusia, sorpresivamente concluyó que debía retirarse a vivir de las rentas y a descansar. Sobre todo a descansar.

Se dio cuenta de que en su tierra natal no podría lograr su objetivo, porque allí también tendría que vivir una hora antes, así que decidió confinarse en el meridiano que le había proporcionado su éxito, una cárcel estrecha, sí, pero larga, muy larga, y hacerlo allí donde empezó todo, en Greenwich, cerca del observatorio, cuya silueta dominaba las vistas de la propiedad que adquirió como retiro. Pero quiso llegar allí con la cura de reposo mental hecha de antemano, quiso que su retiro fuera la estación final de su viaje por el meridiano, de forma que inició un viaje por Ghana, Togo, Burkina Faso, Mali, Argelia, España (en pleno meridiano pero con horario central europeo por razones políticas), Francia (igualmente) y, finalmente, el Reino Unido. El Abílio Relvas da Silva que llegó a Londres era un hombre nuevo, relajado, sosegado y completamente alejado de los intereses que hasta entonces habían guiado su existencia. El hombre que tropezó con el meridiano de Greenwich era, al fin, un hombre feliz, o al menos así se sentía hasta que, repentinamente, con su último refugio y el observatorio a la vista, la luz de una linterna en una pupila le despertaba al tiempo que la voz suavemente modulada de un doctor inglés le explicaba que había sufrido un golpe en la cabeza en su visita al observatorio y que llevaba unas semanas en coma en aquel hospital, pero que afortunadamente se había recuperado. Abílio sintió que salía de algo más que de un estado de coma, sintió que el hecho de que todo hubiera sido un mal sueño le permitiría retomar su vida con otras expectativas, de una forma completamente diferente sin repetir en la vida real los errores que había cometido tanto en el pasado como en su vida imaginada, así que se sintió impulsado por un inmejorable estado de ánimo cuando le agradeció a aquel doctor desconocido sus desvelos, cuando como un torrente pretendió explicar todo lo que había vivido y lo que había significado para él. Lo que ni el doctor ni ninguno de los presentes acertó a comprender era cómo ni porqué les contaba todo aquello precisamente en ruso.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

LAS CENAS PUNITIVAS Y OTRAS PENITENCIAS

Mary Elisabeth St. James, elegante señora vocacionalmente natural del condado de Yoknapatawpha, se orinaba cada noche en la sopa que, religiosamente, le preparaba a su marido. Era una forma de castigarle, justamente, por haber hecho que se enamorara perdidamente de él, siendo como era un autentico compendio de todas y cada una de las cosas que le molestaban en un ser humano. A tan gran afrenta sólo se podía contestar con algo que fuera realmente escandaloso para poder compensarlo y llevar una existencia medianamente pacífica y feliz en lo posible.

Él, por su parte, hacía tiempo que había atado cabos sobre su penitencia gastronómica (confirmó sus sospechas cuando a la vez que su mujer se volvió diabética, su cena se volvió dulce), pero jamás le reprochó nada y soportó abnegadamente un castigo que si no creía merecer sí era consciente de deberle su estabilidad matrimonial.

Si peculiar era el sentido del honor de la señora, no lo era menos el del humor, y ambos le impelían periódicamente a añadir al gastronómico alguno que otro castigo accesorio para protestar por algún aspecto concreto de los muchos que le desagradaban de su marido. En cierta ocasión, celosa del mucho tiempo que él le dedicaba al trabajo, algo que no llegaba a entender porque los hombres de su familia siempre se habían dedicado en exclusiva a sus tierras y a dilapidar sus cuantiosas herencias, le encargó que, de camino al trabajo, le insertara un anuncio por palabras en el periódico del condado. El texto del anuncio se lo dio en una hoja sin sobre y sin doblar, para evitar que la honradez de su marido le impidiera leerlo o fuera menos intensa que su curiosidad, pero por si acaso era así le pidió que antes de publicarlo lo repasara por si se le había escapado alguna inoportuna falta de ortografía. Con lo que no contaba era con que, después de leer la nota, su honradez y su sentido del honor llevaran a su marido a publicar igualmente un anuncio mediante el que se solicitaba “marido a tiempo parcial para solventar las carencias que la profesionalidad del titular de la plaza provocaba en la vida afectiva y sexual” de la anunciante, quien afortunadamente no se daba a conocer más que por un apartado de correos.

Cada lunes a partir de entonces, año tras año, el marido recogió las cartas del apartado, como por otro lado había hecho siempre, y se las entregaba sin violar jamás la intimidad de la sorprendida esposa quien, si bien en principio se escandalizó y se ofendió genuinamente con él, poco a poco comenzó a sentirse halagada y a divertirse como nadie jamás antes lo hizo con una correspondencia que de todos modos jamás abría. No lo habría considerado aceptable para una mujer casada.

Próximo a la edad de jubilación, el marido decidió que había llegado la hora de abandonar los negocios y vivir de unas rentas que con los años habían superado ampliamente a las mucho más aristocráticas, eso sí, de su mujer, y se lo comunicó con una carta a su apartado de correos, aunque con el nombre completo del destinatario para que no se quedara sin abrir como las demás, mediante la que solicitaba el reingreso en la vacante a tiempo completo y adjuntaba, por si era de su interés, un breve curriculum en el que detallaba lo que él consideraba sus méritos para obtener un puesto que siempre había deseado pero que las vicisitudes de la vida le habían impedido solicitar hasta entonces en tiempo y forma.

Ella, fiel a su tácito pacto de silencio, jamás le comento nada de su solicitud ni del resto de las que ocupaban un pequeño cajón de su cómoda, pero esa misma noche, a modo de credencial, le puso de cenar una ensalada y un filete.

martes, 6 de diciembre de 2011

EL CONTRATO AMARGO DE LA MUJER DEL ALBACEA

— Como ya le dije por teléfono, si ha venido usted a que le confirme esa colección de tópicos y medias verdades que tiene usted por ciertas y que conforman eso que usted llama pomposamente la opinión pública, pierde el tiempo. Lo que tengo que ofrecerle es incómodo, políticamente incorrecto y difícil de aceptar, lo sé, pero es eso que antes gozaba de un cierto prestigio especialmente en su oficio y que se conoce como la verdad.



El atribulado reportero no salía de su asombro. Su entrevistado, quien si por algo era conocido era por su trayectoria de amistad y fidelidad hacia el famoso escritor recientemente fallecido que era objeto de su artículo, del que había sido secretario particular y ahora era albacea y presidente de su fundación, parecía empecinarse en desmontar una por una todas sus convicciones previas, premisas que habían nacido de su pasión lectora, sí, pero también de su trabajo de investigación previa y que tenía por indubitablemente ciertas.



— No sea ingenuo, joven, eso que usted (y no sólo usted) cree no era más que una pose, una actitud ensayada y premeditada para vender libros, que era de lo que se trataba al fin y al cabo. Por eso abrazó tantas causas “populares”, para aprovechar el tirón de esa popularidad. ¿Acaso no se da usted cuenta de que muchas de ellas eran contradictorias entre sí?



La estupefacción comenzaba a dejar paso poco a poco a la irritación, su convencimiento acerca de las bondades del fallecido no dejaba resquicio alguno por el que cupiesen las declaraciones incendiarias de su interlocutor. Era éste tan sólido y antiguo que el reportero permanecía incapaz de hacerse preguntas acerca de la certeza de las afirmaciones que iba anotando en su cuaderno, sino que muy por el contrario se cuestionaba por las motivaciones del albacea para hacerlas, siendo como le constaba que eran todas falsas. Así que decidió pasar al ataque.



— Ustedes dos publicaron un primer libro de relatos juntos, escrito mano a mano, sin embargo sólo él continuó con su carrera literaria mientras que usted acabó por convertirse en su secretario particular, ¿no provocó eso en usted un cierto resentimiento?

— No sea usted majadero. ¿Lo ha leído usted?

— ¿Perdón?

— El libro de relatos que menciona, ¿lo ha leído?

— Bueno, bien sabe usted que es prácticamente imposible de encontrar. He leído algunas de las críticas y los relatos que posteriormente se rescataron en las diversas antologías…

— Lo suponía. De todas formas es suficiente con eso, si lo hubiera leído comprendería que sucedió lo que debía haber sucedido y entendería, por tanto, que su pregunta no tiene el mayor sentido. Si me indignara por mi carrera literaria lo haría conmigo mismo y por mi falta de talento, para con él no tengo a este respecto más que agradecimiento por haberme permitido que compartiera con él aquel sueño. Lo contrario sería de necios, y no creo que usted me considere tal cosa, ¿no es así?

— Discúlpeme, no pretendía…

— No es necesario que se disculpe ni que se justifique, le comprendo perfectamente. Soy de esas personas que tienen mucho más gusto que talento y yo lo que hubiese querido tener es talento, no libros publicados. Mi carrera literaria murió tan joven únicamente porque no tuve el valor para impedir que naciera, pero en cualquier caso hoy está exactamente en el lugar que le corresponde.



El periodista, no obstante su cabal derrota, no se dio por vencido. Ofendido como estaba porque su entrevistado pretendiese utilizarle para desprestigiar a aquel escritor al que tanto admiraba, cambió de táctica para tratar de sonsacarle las causas de su tan desleal como inopinado comportamiento.



— Quería preguntarle, le ruego que me perdone si le resulta un tanto insolente por mi parte, por una cuestión bien diferente. Sobre la vida sentimental del autor. Ya sabe que existe sobre ella una cierta polémica. Conoce, sin duda, la biografía no autorizada que publicó el escritor inglés sir Macaulay Worthington.

— Naturalmente. El buen hombre paso aquí una semana en la que sin duda compartieron mucho más whisky que confesiones, pero que, junto con su no pequeño ego, le sirvió para autoconvencerse de su condición de experto.

— Como quiera, pero el hecho es que puso sobre el tapete el tema y sus teorías sobre, como decirlo, sobre su vida íntima gozan de un cierto prestigio académico.

— Ya sé, ya sé. El prestigio académico no está tan lejos del del whisky, excelente por cierto, como usted puede suponer. A poco que se haya preparado el trabajo se habrá topado con todo tipo de teorías, algunas ciertamente coloristas, que no tienen más interés que el comercial que puedan tener, cosa que desconozco. La única verdad es que nunca mantuvo una relación estable porque las odiaba.

— ¿Odiaba a las mujeres?

— No, por Dios, odiaba las relaciones. Sostenía que eran la única fuerza vital capaz de hacer que las personas sensatas no sólo dieran trascendencia a asuntos triviales que en condiciones normales jamás habrían pasado de anécdotas, sino que por obra y gracia de las relaciones de pareja se convierten por el contrario en el centro de su existencia

— Eso no es posible, él escribió sobre el amor…

— Si, ya sé, “él escribió sobre el amor algunas de las páginas más hermosas…” Es bien conocido. Verá usted, como ya debía haberle quedado claro no es el talento del escritor el tema del que estamos hablando, ése está fuera de toda cuestión, creía que el objeto de su entrevista, o al menos así me lo hizo ver cuando me la solicitó, no era el escritor, sino la persona.

— La persona, y discúlpeme la insistencia, es exactamente de lo estábamos hablando. Cuando entrevisté a sir Macaulay me confesó que creía que en realidad estaba enamorado, y discúlpeme, de la mujer de usted y que los tres formaban un triángulo sentimental realmente difícil de interpretar.

— Los tres vivimos juntos más de cuarenta años, ¿de verdad cree usted que el trabajo de secretario está tan bien pagado como para justificar la humillación de vivir cuarenta años bajo el mismo techo que el amante de tu mujer?

— El biógrafo afirma que podía usted no saberlo.

— El biógrafo es un completo imbécil si piensa eso realmente. Perdóneme, pero es casi más delirante que lo anterior.

— Asegura que hay pistas acerca de ello en toda su obra, que sus personajes femeninos guardan cierta similitud con ella y que incluso hay un tatuaje…

— Mire joven, desconozco cuales son los mecanismos inspiradores de un escritor para crear sus personajes pero no me resulta descabellado imaginar que utilizan para ello a quienes tienen cerca. Conozco la teoría del tatuaje, las estupideces no serán intelectualmente sólidas, pero hay que reconocer que su capacidad de difusión es envidiable, y sólo se me ocurre al respecto encarecerle a que entreviste usted a mi mujer, que está en casa, y que sea ella misma la que le saque de la duda. No creo, eso sí, que consienta en enseñarle el lugar donde se supone está el tatuaje de marras porque como usted sin duda sabe, ya que está tan bien informado acerca del cuerpo desnudo de mi esposa, es uno que sólo se acostumbra a conocer si media previamente una cierta intimidad de la que dudo mucho que usted goce y que desde luego me consta que ese simpático inglés borrachín no disfrutó, a menos que piense usted que mi señora se acuesta con todos los varones que cruzan esa puerta. En cualquier caso, si lo desea la puedo avisar ahora mismo, pero si, puesto que ella es perfectamente libre de hacer lo que estime oportuno, accede a su labor, llamémosla de peritaje, espero que comprenda que me ausente de la habitación y dé por finalizada la entrevista. No me resultaría cómodo presenciarlo, sin duda se hace cargo.

— No será necesario, tal vez en otro momento, si lo considera oportuno, podría… en fin, discúlpeme, entiendo que este tema le resulte incómodo.

— Las falsedades acostumbran a serlo, pero no se preocupe, este es un tema más que amortizado. Como sabe no es nuevo. Lo que no quisiera es que ella, que está ciertamente afectada por nuestra pérdida, viese como se mancha su buen nombre con bulos y difamaciones. Ya le advierto que tendrían, llegado el caso, el tratamiento legal que les es propio. Y no se sorprenda porque hable de nuestra pérdida, que él no fuera como usted creía no significa que no fuera mi amigo igualmente.



La entrevista aun duró un rato que al periodista se le antojó interminable. Una a una, el albacea continuó con su demoledora labor de zapa del prestigio personal del que se suponía era su amigo más antiguo, y tanto talento y tanta fuerza empeñó en su tarea que el germen de la duda que apenas una hora antes parecía imposible que anidara en el alma del reportero no sólo puso casa allí, sino que era previsible, o lo era para el secretario, que inevitablemente se vería reflejado en su trabajo.

El albacea lo observaba marcharse cabizbajo de la finca desde la ventana del despacho que había sido su campo de batalla en este primer combate de los muchos que había proyectado sostener. “No ha sido un mal entrenamiento”, pensaba mientras se regodeaba en la patética visión del apesadumbrado periodista, cuando entró en la estancia su mujer, quien, por imposición suya, había escuchado toda la conversación en la habitación contigua, y cruzó con él una breve mirada tan cargada de dolor y lágrimas como de un ¿por qué?, por lo demás superfluo porque la culpable respuesta era demasiado bien conocida. Bien sabía que el silencio impuesto era la moneda con la que a partir de entonces debía empezar a pagar su parte de un contrato que si bien ahora le resultaba asfixiante y cuyo cumplimiento le provocaba una terrible impotencia, no era menos cierto que le había permitido gozar de tantos años de felicidad.

lunes, 5 de diciembre de 2011

UNA EXTRAÑA MANCHA DE TINTA

En los últimos instantes de su vida, mientras escribía una tras otra cartas en las que pretendía volcar ese corazón que tan pronto se pararía para despedirse de sus seres queridos, se sorprendió al darse cuenta de que todo cuanto había manuscrito desde que podía recordar, lo había trasladado al papel con aquella pluma que ahora tenía en sus manos, la misma que le regalara su padre cuando obtuvo el título de bachiller continuando la tradición que comenzó su abuelo y que sin embargo él tendría ahora que dejar en herencia a algún cajón de esos en los que descansa el olvido.

Había sido su pluma testigo muda de sus apresurados apuntes y sus no menos estresantes exámenes en la universidad, de sus cartas de amor ilusionantes y de las de desamor desilusionadas, de los artículos con los que se ganaba la vida y de los cuentos con los que se ganaba la felicidad, de sus críticas, de sus diarios, de sus innumerables Moleskines, de lo público y lo privado y hasta de las listas de la compra que luego no consultaba por pudor y de las recetas que no seguía por indisciplina. Y ahora, en este momento final en el que ambos se sabían dibujando esos trazos tan familiares sobre el papel por última vez, cayó en la cuenta el escritor de que su acostumbradamente anónima compañera había cometido la que probablemente era la primera falta de su larga vida de servicio, la primera mancha que dejaba tanto en su expediente como sobre el papel, ambos hasta entonces tan inmaculados. Quitó la mancha y limpió la pluma con la delicadeza, la paciencia y el cariño no exentos de resignación con que las parejas ancianas se atienden sus mutuos achaques tras toda una vida de compartir alegrías, tristezas y tantas otras cosas, aunque ensimismado como estaba en las últimas líneas de esa especie de testamento vital que eran sus últimas cartas, no notó que el color de la mancha era ligeramente más claro que el del texto, como tampoco percibió, como por otra parte habría sido difícil hacerlo, que en realidad la mancha tenia un regusto anormalmente salado.

viernes, 2 de diciembre de 2011

SÓLO UN PARQUE CON ALMENDROS


Nunca le había gustado mirar por las ventanas, le resultaba artificial la contemplación de la vida enmarcada, pero esa tarde, precisamente cuando más alerta contra las distracciones necesitaba estar, al ponerse en pie cometió la imprudencia de lanzar una mirada fugaz a la que se encontraba a su derecha y fijarla, bien que brevemente, en una flor blanca, pequeño regalo de un almendro que a él, sin embargo, le evocó otro presente blanco pero en su caso de un cerezo y con ello se desplazó mentalmente del pequeño parque urbano visible a través de la ventana a un gran jardín, al jardín de los cerezos de los Gáiev, concretamente. Y tan intensa fue su ensoñación que comenzó a escuchar claramente los sonidos que de la guitarra extraía Epijodov, las quejas de Iasha, la cháchara de Gáiev, las admoniciones de Lopajin o, en fin, las lágrimas de la desdichada Liubov Andreievna ante el estanque donde murió el pequeño Grisha, lágrimas que Chéjov convirtió en inmortales al mojar su pluma en ellas.

Siempre había despertado en él esa obra sensaciones contradictorias, le irritaba sentirse apenado por el destino que corrían esos personajes pese a que sin duda lo consideraba merecido por su inconsciencia, sin embargo su ensoñación, la experiencia de pasear tan vívidamente por el jardín, le hizo de repente comprender y se permitió, tal vez por vez primera, no juzgarlos con dureza, sino con la empatía necesaria ante la debilidad humana necesaria para comprenderlos.

Tan inmerso se encontraba en su imaginario paseo que hasta creyó oir claramente el sonido de los hachazos que, junto con el de los cerezos, anuncia el final de la obra. El rítmico golpeo le sobresaltó, pero hasta que no oyó la irritada voz que le acompañaba y que decía su nombre no sin cierta brusquedad, no cayó en la cuenta de que no era un hacha sino un pequeño martillo lo que producía aquel sonido. Volvió a ser él justo en el momento en que se creía haber convertido en el viejo Firs, tal vez por identificarse con su triste destino.

Al despedirse del sentenciado jardín, se dio cuenta de que paseando por él no había escuchado su propia sentencia, pero era consciente de que la una no podía diferir mucho de la otra, y perdió entonces la serenidad que le había acompañado durante todo el juicio que le provenía de su convicción en la justicia de sus acciones y en la necesaria verdad de los ideales que defendía y que le habían conducido hasta allí. La breve contemplación de una flor le había hecho perder la presencia de ánimo de la que tan orgulloso había estado hasta ese momento y con la que pretendía dar ejemplo a los suyos. Lamentó en ese momento no ser capaz de transmitir la última enseñanza que había obtenido de su vida de lucha y le dolió que esa, tal vez su última idea, pudiera morir con él: a los reos a quienes se les pide la pena capital habría que juzgarlos en salas sin ventanas porque por muchos jardines de cerezos que se sueñen la realidad acostumbra a no ser más que un escueto parque con algún que otro almendro triste.







jueves, 1 de diciembre de 2011

VICTORIAS EFÍMERAS EN EL PARQUE DE LOS ATAÚDES




I





Tal vez por ocurrir en un tiempo en el que llegar, y no marcharse, comenzaba a tenerse por notoria excentricidad en la Villa, la llegada de Eugenia Verger le hizo ostentar la distinción de “ser muy conocida” en un lugar en el que, a fuer de lo exiguo de su tamaño, todo el mundo se conocía entre sí. Sin más oficio conocido que el de las letras, las que leía pero especialmente las que, afición epistolar mediante, mantenían por sí solas en plena ebullición la oficina de correos durante todo el año y siendo en realidad persona de costumbres discretas y poco dada a relacionarse con los demás, es obligado reconocer que si todo el mundo se refería a ella como ejemplo inaudito de extravagancia en aquella tierra de recia sobriedad en la que todo acto que se apartara, por leve y sutilmente que fuera, de la homogeneidad que se había dado en conocer por “buenas costumbres”, era por la osadía de hacer la originalidad visible, ya que la que se guardaba para la más estricta intimidad y se publicitaba sólo en susurros, si bien acabara siendo por todos conocida y alimentara el insaciable torrente de chismorreo que era una de las fuerzas vitales que mantenía la ilusión de una vida feliz en aquella sociedad por lo demás gris, era ampliamente tolerada y hasta celebrada. Así por ejemplo nadie se hacía cruces por la colección de arte africano que decían guardaba don Atilio en el sótano de su casa, o qué decir de los libros prohibidos que se decía guardaba Herminio Zaragoza, quien otrora fuera capataz en la finca de don Francisco de Santiago, tolerados porque la naturaleza de su prohibición era más pecaminosa que política, por no hablar de las insólitas escenas que se decía se representaban en la intimidad del lecho de la viuda de don Manuel, el añorado Secretario del Ayuntamiento y que se decía que empezaron mucho antes de que el finado fuese no ya añorado, sino incluso casado, y sin embargo la casa de Eugenia se tenía por la viva demostración de cuantos chismes y aforismos que se fabricaban en cafés, mercados, cocinas o al calor de mesas camilla que la tenían por protagonista, o más que por demostración se tenía por materialización misma del espíritu estrafalario de su propietaria, lo cual, como queda dicho, no habría tenido nada de particular si se hubiera materializado de puertas para adentro y no, osadía imperdonable, en las paredes exteriores de su casa, que se empeñó en pintar cada año, a la llegada de la primavera, no sólo de los más vivos colores, sino incluso diferentes en cada pared creando combinaciones inverosímiles no ya para aquella adusta villa, sino para el más desenfadado pueblo de pescadores del caribe.

Así, al anunciarse cada año la primavera, el pueblo entero permanecía en vilo hasta que Mateo Girauta, el pintor, era visto saliendo de la estrafalaria casa con el encargo de esa temporada en su cartera. Por su parte Mateo participaba de la excitación general no pudiendo desde semanas antes del acontecimiento conciliar el sueño, que era invadido por infinitas e inverosímiles combinaciones de colores, hasta conocer de primera mano el nuevo capricho de la señora, y fue también Mateo, sin duda, el vecino que más cerca estuvo jamás de Eugenia, y quien más y antes se encariñó con ella, como no podía suceder de otra manera ya que cada año le regalaba a él, que de lo contrario habría sido un vecino todo lo anónimo que se puede ser en un lugar como aquel, el convertirle por unos días en el centro de todas las miradas, lo cual aprovechaba, sabiéndose poseedor del colorido secreto que todos anhelaban conocer, para darse más importancia de la que ni él ni ninguno de sus antepasados, todos pintores de brocha gorda, soñara siquiera poder darse, y se convertía por unos días en el indudable rey del Café Central, o lo que es lo mismo, de la Villa. Sentía Mateo, no obstante su íntimo agradecimiento, la necesidad de ser fiel a la tradición no escrita según la cual, desde que el primer año contestara a la oferta de la recién llegada con un comentario arrogante sobre lo comentado que iba a ser aquel trabajo en el pueblo, se aparentaba entre ellos un cordial pero perenne enfado pese al evidente cariño que se llegaron a profesar. El esmero con que hacía su trabajo junto con los cada vez más dilatados espacios de tiempo que pasaba en la casa pero en los que nadie le veía en los muros, periodos a los que jamás hizo la menor alusión en sus momentos estelares en el Café, junto con el hecho de que a ninguno de los dos se les conociera en vida compromiso sentimental alguno, hicieron que surgiera un cada vez más insistente rumor sobre la naturaleza extraprofesional de su relación, cotilleos malintencionados que le herían doblemente, primero por la clara intención de dañar la reputación de ambos que tenían, pero en segundo lugar y muy especialmente porque ponía en boca de aquellos a quienes no consideraba más que un hatajo de víboras lo que era en realidad su más secreto e íntimo deseo, algo que jamás se atrevió no sólo a intentar hacer realidad, sino ni tan siquiera a confesarse a sí mismo.

El telegrama más famoso de la historia pequeña del pueblo sorprendió a Mateo no bien había a comenzado a pintar de amarillo las contraventanas de la pared sur de la casa, según las detalladas instrucciones que había recibido una semana antes, apenas iniciada la primavera de 1963. Si bien nadie, salvo la propia Eugenia y Eufemiano, el cartero, supo nunca a ciencia cierta el contenido concreto del telegrama, que quedó protegido por la natural discreción, casi hermetismo, de la una y el obligado secreto profesional del otro, sí que conocieron todos el resultado, o lo que el alcalde dio en llamar los daños colaterales, del mismo. Lo cierto es que aquel pedazo de papel daba noticia del fallecimiento y de la consiguiente herencia de un lejano pariente, mala nueva a la que Eugenia, a causa de la distancia tanto como del olvido voluntario, a cuyo protagonista apenas fue capaz de poner cara. Su nula predisposición a que su familia abandonase el pasado en el que tan a buen recaudo ella les había confinado junto con una cierta negligencia para lidiar con los asuntos burocráticos que siempre la había caracterizado, provocó que su reticencia a ocuparse del asunto y sus sucintas instrucciones al albacea para transformar en efectivo cuanto le correspondiera y no ser perturbada con detalles por lo demás superfluos, junto con el no se sabe si involuntario malentendido debido a la parquedad de las comunicaciones o a la venganza del orgullo herido del abogado encargado del tema, desembocó el asunto con la llegada al pueblo de un pequeño camión de mudanzas con lo que el albacea había referido como “mobiliario y enseres del negocio familiar que no me ha sido posible liquidar” y que en realidad no era sino un pequeño cargamento de ataúdes procedente de la funeraria del fallecido tío abuelo Salvador. Eugenia se tomó aquel capricho del destino como una nueva y colosal afrenta de aquella familia de la que antaño había huido, y no siendo, como no era, persona dada a arredrarse fácilmente decidió darle una nueva lección a los suyos, por simbólica que fuera, y transformar esa nueva herencia, como ya hiciera tiempo atrás con la que le proporcionó los recursos suficientes para comenzar su nueva vida, en una victoria de su indomable espíritu, como cada brochazo de color en sus paredes lo era frente al gris acomodaticio de aquellos con los que se había criado.

Ese año fue Mateo más protagonista que ningún otro en el Café ya que al tradicional coloreado de las paredes se unió el encargo de colorear los ataúdes que ante la mirada perpleja tanto del propio Mateo como de los transeúntes mandó Eugenia colocar alrededor de la casa y que una vez pintados de vivos colores rellenó de tierra para acabar de convertirlos en las más exuberantes, alegres y sorprendente jardineras que hubiera conocido la comarca, aunque las vecinas, especialmente las más beatas, intensificaran como nunca sus andanadas susurradas contra aquella loca irreverente que ahora les obligaba a santiguarse cada vez que pasaban por aquella esquina, por lo demás cada vez más concurrida ya que la casa acabó por convertirse en la principal, por no decir la única, atracción turística de la Villa y Eugenia lograra con ello representar, como ni tan siquiera se hubiera atrevido a soñar, la más alegre, sonada y colorida victoria de la vida sobre la muerte que se conociera en aquellas tierras.

Pero la muerte es tan paciente como rencorosa y, aunque hubo de esperar años, cuando finalmente se llevó consigo a Eugenia, y tiempo después a Mateo, quien siguió fiel hasta el final no sólo a su cita anual con la primavera sino también al cuidado de las flores, el espectáculo triste de aquella casa de apagados colores y ataúdes viejos llenos de flores muertas conformó la más contundente escenificación de la victoria de la muerte, más acostumbrada a perder batallas que guerras, sobre la vida como el pueblo no imaginara ni en sus más lúgubres pesadillas. Tanto fue así que poco después los vecinos, encontrando tan deprimente como insoportable la visión de aquel estrafalario mausoleo, consiguieron por suscripción popular fondos suficientes como para demoler la casa y erigir en aquel lugar un parque tan florido y vistoso como antaño lo fuera la casa de Eugenia en sus mejores momentos, no en vano se conservaron para el jardín muchas de las plantas originales. Y aunque el parque recibiera el muy políticamente correcto nombre de la mayor, si no la única, celebridad nacida en la villa (aunque jamás antes diera esta señales aparentes de recordarlo) fue conocido por los vecinos como “el parque de los ataúdes” con lo que involuntariamente éstos deshicieron, siquiera momentáneamente, las tablas en el combate establecido entre Eugenia y la pertinaz muerte.









II









No imaginaba Carlota que su viaje iba a comenzar con el descubrimiento de la sensación nueva que en ese preciso instante le sorprendía reconocer, esa decepción confortable que se había instalado en ella de la misma manera que ella había hecho lo propio en un banco de aquel desconocido parque de nombre popular inverosímil cuya existencia implicaba la desaparición de aquello que había ido a buscar, pero que de alguna extraña manera, y no sabía porqué, le hacía sentir bien.

Tal vez se debía a que su búsqueda, bien lo sabía, no era tal sino una huída, la reedición del antiguo mecanismo que tanto utilizara en su niñez pero actualizando el escenario, porque si entonces se refugiaba en los cuentos de unas de las muchas revistas que le regalaba su padre de entre las que se imprimían en su empresa, ahora trataba de acogerse a sagrado en la investigación de su desconocida autora. Sabía de las dificultad de la empresa, pero tenía la esperanza de encontrar algo, lo que fuera, que diera sentido a sus pasos, porque no buscaba un destino sino un camino, algo que le diera sentido a ese tiempo de inactividad forzosa que le había tocado vivir, y como excusa no se le ocurría cosa mejor que la literaria búsqueda de si misma a través de unos escritos que la conmovieron en su niñez.

Antes de emprender el viaje había tratado de averiguar algo sobre la escritora, sin éxito, aunque su ausencia de éxito fue un hallazgo en sí misma. Misterioso, sí, pero igualmente válido. Estaba claro que aquellos pequeños cuentos que la habían acompañado y que habían crecido con ella estaban publicados bajo pseudónimo, estaba claro que la autora se guardó mucho de que se conociera su identidad, y tan bien lo hizo que si no hubiese encontrado entre los papeles de su padre una carta sin sobre pero con el remite manuscrito en la esquina superior derecha con uno de sus cuentos (porque para ella eran sus cuentos), no había tenido ninguna pista para comenzar.

Y así, a la búsqueda de la dirección de la carta, había llegado hasta aquel pueblo y había llegado hasta aquel parque donde en algún momento se debía haber alzado la casa donde su escritora madrina, así la llamaba ella, había escrito uno tras otro aquellos cuentos con los que ella había construido un mundo feliz en el que los hijos los tenían personas de carne y hueso, no la ausencia de la madre y el silencio del padre, como en su caso. Pero la casa no estaba. Bastante tuvo con digerir su sorpresa cuando supo que a aquel exuberante conjunto de flores le llamaban el parque de los ataúdes y debatírse entre la frustración de que su primer paso fuera probablemente también el único y la tentación de abandonarse a aquel extraño bienestar, a esa felicidad libre de euforia que lentamente se iba apoderando de ella.







III





- ¿Lo has visto?

La cara del director no habría podido denotar más angustia ante la perspectiva de tener que contestar a esa pregunta si se hubiera encontrado en esa situación en el lugar del receptor de las malas noticias, Carlota en este caso, en lugar de en el de transmisor.

- Sí, bueno, entiéndeme…tenía que verlo, era mi obligación, de lo contrario no habría podido…

- Me malinterpretas –interrumpió ella-, no estoy cuestionando tu obligación de verlo, es otra cosa la que te quería preguntar.

Carlota se daba cuenta de que la situación de su amigo no era cómoda, era consciente de que no era él el enemigo, y sin embargo sentía la tentación de hacerle daño, de ponerle las cosas todo lo difíciles que pudiera.

- ¿Y bien?

- ¿Te gustó?

- ¿Perdona?

- No era eso lo que pretendía preguntar, lo que quiero que me contestes es si viste algo sórdido, algo reprobable en un vídeo de hace más de 10 años que yo ni siquiera sabía que se había grabado…

- Claro que no…

- No me interrumpas, por favor, lo que quiero saber es si habéis visto algo que justifique el castigo que me has comunicado en ese vídeo o por el contrario lo que no os gusta es su publicación, de la que yo no soy responsable. Bastante tengo con que alguien haya traicionado mi confianza de esta manera.

- Te comprendo, créeme.

- No, no me comprendes, me vais a responsabilizar de los actos de una tercera persona, vais a dejarme sin lo único de mi vida a lo que agarrarme en una situación francamente desagradable y suponéis que debo estar de acuerdo.

- No supongo tal cosa, yo mismo no lo estoy, pero tengo las manos atadas.

- Ya.

- Las tengo, créeme, me ha costado Dios y ayuda conseguir que todo se quede en un año sabático y no en un despido definitivo. Yo estoy de tu parte, deberías saberlo. Esto me cuesta tanto como a ti.

- No te atrevas a compararte, no te lo consiento, tú no te ves desnudo en los ojos de tus alumnos, a ti nadie te castiga por lo que no has hecho.

- Lo sé, perdóname, sólo era una manera de hablar. No has hecho nada mal, no eres responsable de nada, eres una excelente profesora y mejor persona, pero

- No debería haber peros.

- Siempre los hay, y tú lo sabes bien. Tú eres una idealista, es un lujo que te puedes permitir, sé que piensas que debería haber dimitido antes de permitir que el Consejo me convirtiera en instrumento de su hipocresía, y tal vez lo hubiera hecho si tuviera un poco más de dignidad o un poco menos de familia a mi cargo, pero sabes que no puedo hacerlo. He hecho todo lo que podía por ti, todo lo que estaba en mi mano, y algo he conseguido, ya lo ves. No espero que me estés agradecida, ni tan siquiera aspiro a que no me pierdas el respeto, pero te pido por favor que no me culpes. La decisión no es mía, no me gusta y no la comparto, pero habría sido una cobardía no ser yo quien te la transmitiera. No me castigues por eso.

Tenía razón, ella sabía que era un hombre honrado, sabía que sin duda le decía la verdad y que había luchado por ella cuanto había podido, no tenía sentido torturarle, aunque con ello se desahogara. No lloró, no lo hizo en aquel despacho, sabía que cuando se marchara las lágrimas llegarían allí por si solas, ni entre aquellos muros, salió del despacho con un abrazo amargo pero inolvidable y lo hizo con las muestras de solidaridad discretas pero impagables que la mayor parte de sus alumnos le hicieron llegar casi en secreto, y salió con el convencimiento de todo buen apasionado por la literatura de que los conceptos de final y de principio no son en absoluto definitivos y que de hecho bien podrían ser intercambiables en muchos casos y aquello parecía un final, sí, pero uno abierto. Tanto que dejaba entrar la luz.









IV





Desde la ventana de su habitación en la pensión se veían las flores. Se consolaba con la peregrina idea de que tal vez no pudiera enseñar a sus chicos, pero podía darles sus clases a ellas, y por eso todos los días bajaba al parque a leerles a las flores, y leía aquellos ya amarillentos cuentos de su infancia que se había llevado con ella y que, imaginaba, debían sonarles familiares.

Pronto comenzó a correrse la voz de aquella extraña chica de ciudad que se alojaba en la pensión de doña Manolita y que pasaba los días en el parque sin hablar con nadie. Ella pensaba seguir con su investigación, pensaba ir al ayuntamiento y hablar con la concejal de cultura, con los responsables del archivo municipal, pero de momento era incapaz de superar la atracción que sus alumnos florales ejercían sobre ella y, día tras día, aplazaba el reinicio de sus pesquisas. Así que fue la montaña la que finalmente decidió ir a Mahoma. Estaba leyendo en voz alta el cuento titulado “El colegio vacío”, sobre la tristeza de las pizarras y los pupitres cuando empezaban las vacaciones, cuando un señor de avanzada edad se sentó a su lado en el banco. Ella, cohibida, se calló inmediatamente, pero su turbación iba dando paso paulatinamente al enfado. Había a la vista al menos 5 bancos vacíos, ¿por qué había tenido aquel anciano que sentarse precisamente allí? “Buenos días, señorita, mi nombre es Emilio, Emilio Girauta”. Ella se quedó perpleja, ¿acaso pensaba el anciano que ese nombre debía decirle algo?, ¿acaso debía ser así? “No se asuste, este es un pueblo pequeño y todo se sabe. Mi buena amiga Manolita, su anfitriona, me ha comentado que le preguntó usted por la casa que ocupaba este terreno antes que el parque.” Ella cambió por completo de actitud, de repente sintió de nuevo la emoción que la había llevado hasta allí, el vértigo del cielo abierto. “Soy el cronista, el Cronista de la Villa quiero decir, y estoy a su entera disposición”.

Carlota no cabía en sí de gozo, lo que ella no sabía como encontrar había sabido como encontrarla a ella. No creía en el destino, pero tampoco pudo evitar pensar que este golpe de buena suerte era toda una señal. “¿Qué quiere saber”, preguntó él, “Todo” respondió ella, y entonces se acabó el entusiasmo, “Todo no es mucho, no quiero que se ilusione demasiado”. Aquel buen hombre le contó lo que pudo contarle, al menos parte de ello, le hablo de la casa, de los colores, de los ataúdes, en fin, la puso en situación, pero cuando ella le preguntó por el nombre de la escritora, por el pseudónimo con el que firmaba, él no supo qué decir. “El nombre que usó en el pueblo también es falso”, comentó, “lo he comprobado”, pero se abstuvo de decirle el verdadero, no pensaba revelar los secretos que su tío Mateo le había confiado ni todo lo que él mismo había averiguado después hasta saber más sobre su interlocutora. Ella, por su parte, intuyó llegado el momento del quid pro quo, le mostró las revistas y le regaló su parte de la historia, no porque necesitara hacerlo sino porque acostumbrada a ver tras los ojos, estaba convencida de que aquel hombre sabía más de lo que decía.

- Debería hablar usted con Eufemio, a lo mejor siendo usted joven y guapa consigue sacarle lo que a mi me ha ocultado todos estos años.

- Y Eufemio, ¿quién es?, ¿dónde puedo encontrarle?

- ¡Esta cabeza mía, olvidaba que es usted forastera! Verá, si el bueno de Eufemio, el cartero, hubiera tenido hijos en lugar de herederos, lo habría podido encontrar usted en aquella casa de enfrente, pero como no ha querido el destino que fuera así lo podrá encontrar en la residencia, yo mismo puedo llevarla mañana si quiere porque está lejos del pueblo y no es fácil llegar.

- ¿Y porqué debería hablar con él?

- Ustedes los jóvenes se piensan que siempre ha existido internet y esas cosas que tienen ahora a su disposición, pero antes todo se debía hacer a través de correos y Eufemio, además de ser un cabezota que sostiene que el secreto profesional le impide revelar datos sobre la correspondencia de los ciudadanos, aunque haga ya años que crían malvas, perdóneme la expresión, tiene una memoria fotográfica que no me creería si no lo hubiera comprobado con mis propios ojos muchas veces. Recuerda cada carta que ha tramitado, cada telegrama, con sus fechas, sus remitentes, sus destinatarios y hasta la hora a la que las entregó o se las entregaron. Este es un pueblo pequeño, ya le digo, las cartas tampoco son tantas, pero su escritora, si es que la inquilina de la casa fue efectivamente su escritora, era sin duda quien más frecuentemente requería los servicios del bueno de Eufemio y esos cuentos que usted me enseña, sin duda los envió a la revista a través suyo. Pero no crea que le va a resultar fácil sacarle información, yo soy su amigo más antiguo, le visito cada miércoles desde que está en la residencia como lo hacía antes en el bar de Antonino cuando teníamos nuestra tertulia, en la que heredé el puesto de mi padre, y sólo emborrachándole, algo difícil en la residencia, he logrado sacarle alguna información.

- ¿Y porqué le interesa tanto?

- ¿Que porqué? Pues no sabría decirle, tal vez porque no ha habido más historias con colores en este pueblo, tal vez porque mi tío Mateo fue amigo de su escritora, o, quién sabe, tal vez porque yo también le hablo a las flores.









V





Desde que un abrazo amargo le relevó de su papel de director para devolverle el de amigo, no había pasado un día sin que Amadeo pensara en Carlota, por sentido de culpabilidad, sí, pero sobre todo por preocupación. Le había escrito cada día, pero no había recibido más respuesta que una misteriosa foto de un macizo multicolor de flores que parecían nacidas del delirio de un pintor a quien su paleta hubiese poseído y llevado a la locura, sólo así se podía entender un lugar en el mundo en el que parecían guarecerse todos los colores jamás vistos. Aunque el misterioso mensaje, la ausencia de respuestas a sus preguntas, debiera intranquilizarle, lo cierto es que la visión de las flores le proporcionaba cierta paz de espíritu. “Si hay flores por medio”, pensó, “es que se encuentra bien”.

El vídeo había desaparecido de internet, el otro protagonista se había sorprendido tanto como ella de su existencia y afortunadamente era más diligente en el desempeño de su profesión, la abogacía, que en la defensa de su antigua intimidad, cosas de juventud, y había logrado que se retirara. Ella dio por buenas sus excusas, de forma que a él, a Amadeo, sólo le restaba sentarse a esperar que las aguas volvieran a su cauce, y, en su cauce o no, asegurarse de que nadie tratara de pescar en ellas.

Por eso, por si era un pescador, la aparición en su despacho de aquel extraño de ojos tristes que preguntaba por Carlota le puso en alerta. Estaba preocupado por ella, dijo, hacía tiempo que no se veían pero siempre se habían mantenido en contacto, bien que fuera desde la distancia. Se presentaba como su padre, lo cual desde luego le excluía de la categoría de extraño, pero el hecho de que ella jamás le hubiese hablado de él más que alguna vaguedad sobre su distanciamiento, sobre su imposibilidad de comunicarse (aunque a él, mientras hablaba de Carlota, no le pareciera el hombre taciturno que ella pintaba), hacía que la barrera de desconfianza que había entre aquel hombre y él se resistiera a caer. Hablaron un buen rato, poco a poco se fue convenciendo de que, padre o no, la preocupación del hombre era sincera y al cabo se sintió realmente angustiado por no poder ayudarle. “No se nada realmente”, de dijo, “nada salvo esto”, y le enseñó la foto de las flores que conservaba en el móvil.

El semblante de aquel hombre se iluminó de repente, masculló unas excusas apresuradas y dando muestras de atolondrada gratitud salió del despacho con algo dibujado en la cara semejante a una sonrisa excesivamente baja de forma, poco entrenada.











VI





A veces una sonrisa derriba muros capaces de resistir sin inmutarse los embates de batallones de persuasión, y eso le ocurrió al secreto profesional de Eufemiano ante la sonrisa inocente de Carlota, a quien no le costó lo más mínimo obtener respuesta a sus preguntas, aunque ésta supusiera un misterio aun mayor.

Antes, de viaje, adquirió la certeza, vaga y subjetiva pero indubitable, de que Emilio Girauta se callaba algo. Mantuvieron una conversación muy agradable, consiguió hacerse una idea fiel del acontecimiento anual de renovación de la pintura de la casa y del papel que en ella jugaba el tío de su informante, aunque sospechaba que la relación entre la escritora, la mujer que el pueblo conocía como Eugenia Verger y ella como Violeta Rojo, y el pintor Mateo Girauta era algo más que profesional. El progresivo conocimiento de los pocos detalles que en realidad iba adquiriendo de su candidata a “madre de papel”, así la llamó siempre, era inseparable al interés y a una cierta admiración hacia ella, una mujer valiente que sin embargo vivía casi escondida. La imaginaba alegre, divertida, indomable, pero también solitaria, triste y cariñosa. A partir de la aparición en la narración de los ataúdes, sentíó una irrefrenable simpatía hacia ella, una mujer capaz de sembrar flores en el reducto privativo de la muerte tenía que ser buena persona.

Eufemiano, otro admirador en silencio de la mujer de las flores, se emocionó al comprobar que su recuerdo seguía vivo, que una mujer joven se interesaba por ella. “Chochea”, le dijo después Emilio, herido en su amor propio porque ella hubiese triunfado al primer intento en el escenario de su reiterado fracaso de años, pero sobre todo se turbó cuando ella le enseño la carta que le había llevado hasta allí, porque él, el cartero, había manejado en su vida infinidad de ellas, de hecho todas las que la enigmática Eugenia Verger había escrito y recibido en el pueblo, y ahora se daba cuenta de que nada era cierto, de que el manejaba sobres, continentes, pero no cartas, contenidos, lo verdaderamente importante del servicio postal. Casi se le saltan las lágrimas al ver por primera vez uno de esos secretos que él había manejado sin llegar jamás a conocer, un secreto, además, que sin duda había pasado por sus manos y que ahora volvía a él revelado como mística aparición que le daba sentido a su vida anterior. ¿Qué significaba revelar el remitente cuando a él le acababan de mostrar el alma misma, el sentido de su trabajo? Lo que no imaginaba el buen cartero era la sorpresa, la estupefacción que sus secretos iban a procurar en la interlocutora, quien esperaba obtener más información sobre el resto de su correspondencia que sobre la de sus cuentos, que daba por supuesto se dirigiría a la revista que los publicaba, pero no fue así. De hecho su sorpresa aumentó hasta el estupor cuando supo que aquel nombre tan familiar de alguien de repente tan desconocido que acababa de escuchar no sólo era el destinatario de la mayor parte de las cartas que la mujer de las flores enviaba, sino que también era el remitente de las que recibía.

Finalizada la entrevista y ya de regreso en la pensión, se despidió con evasivas del cronista y con apresuradas y torpes frases le explico a doña Manolita que debía ausentarse unos días pero que volvería para el fin de semana, como muy tarde, y salió corriendo en su coche tan apresuradamente que olvidó en la habitación hasta la alegría que esos días había sido su inseparable compañera de cuarto.









VII





A doña Manolita le iba a costar olvidarse de aquel hombre siniestro, creía no haber visto nunca a nadie más triste, a nadie que, pese a sus palabras, tuviera el silencio escrito en la cara, y sin embargo estaba segura de haberle visto al principio de su conversación, cuando le preguntó por su huésped, algo parecido a la ilusión, a la esperanza. Pero si el hombre que entró en la pensión tenía alguna esperanza en algo, el que salió tras saber que la muchacha no estaba parecía el hombre más hundido que se pudiera concebir.

Con un paso lento en el que ni el tiempo ni el sonido cabían entre los pasos, el hombre se alejó y doña Manolita vio como se adentraba en el parque y se sentaba precisamente en el mismo banco que eligió Carlota para hablar a las flores, escena que ella contemplaba en secreto desde su ventana cada día sin poder evitar una sonrisa Pero no pudo quedarse mirando mucho más a aquel hombre que no sólo no hablaba a las flores sino que parecía contagiarles su silencio, estaba convencida de que si miraba un rato más vería transformarse al parque en una postal en blanco y negro, de forma que volvió a sus labores y, cuando volvió a mirar, para su inmenso alivio ya no lo vio.

Durante los días que estuvo fuera su huésped, no dejó de sonar el teléfono que había olvidado en la habitación hasta que o bien sus llamantes se cansaron o bien se cansó el propio teléfono y, batería mediante, dejó de sonar. No sabía doña Manolita que quienes llamaban eran el director, para avisarla de que su padre la estaba buscando y su padre, para decirle que la estaba buscando, junto con alguna llamada que otra del cronista que finalmente se había decidido a revelar su secreto, secreto por lo demás decepcionante ya que no era en realidad nada turbulento ni misterioso, sino simplemente un nombre que, al menos a él, nada nuevo le decía y que si tenía algo de especial, era precisamente el hecho de que haberlo mantenido en secreto.









VIII





Ni siquiera pasó por su casa, fue directamente a la empresa de su padre. No concebía que pudiera estar en otro sitio, siempre estaba allí, pero, para su sorpresa, algo de lo que últimamente su padre se había convertido en una fuente inagotable, no sólo no estaba sino que llevaba varios días sin ir.

Necesitaba aclarar sus ideas, necesitaba conocer hasta el último detalle de la relación de su padre con aquella mujer con la que se escribía, con la autora de los cuentos que la habían acompañado durante su infancia, que habían crecido con ella y que casi le parecía que hubiesen sido escritos para ella. De porqué su padre no le había dicho nada no se sorprendía, él nunca le decía nada, siempre parecía que iba a romper a hablar pero en el último momento parecía olvidarse de que tenía algo más que ojos en la cara y se limitaba a quedarse mirando. Y no tenía mala relación con él, es decir, siempre estuvo ahí cuando la necesitó, siempre la apoyó en todo lo que se había propuesto, en lo difícil y en lo pequeño, nunca le había fallado salvo en lo que le fallaba todos los días, en convertirla en hija del silencio. Queriéndole, como era el caso, ahora que era adulta en realidad le compadecía, sentía lástima de un hombre que creó una barrera emotiva a causa de la pérdida de su mujer y después pasó la vida intentando derribarla sin conseguirlo. A causa de su silencio llegó a sentirse más hija de los cuentos que de su padre, y le dolía especialmente su incapacidad para contarle el más nimio detalle sobre esa madre a la que jamás conoció.

Aquello la estaba volviendo loca, nunca había terminado de aceptar la difusa historia que le contaran sobre su madre y ahora esto le hacía dudar, ¿y si…? Pero no, inmediatamente descartó la idea y se dispuso a ir a buscar a su padre a su casa. Le llamó por teléfono desde su despacho, porque a medio camino se dio cuenta de que se había dejado el móvil en la pensión, pero no estaba y el celular, así lo llamaba él, no dio mejor resultado, nunca lo daba porque de tanto practicar el silencio éste se había adueñado de él y padecía una sordera que parecía inventada especialmente para él y jamás lo oía.

Se dio cuenta de que estaba agotada, había pasado horas en el coche y necesitaba descansar, pero no podía no hacer nada, así que decidió pasarse por el archivo de la empresa para pedir unas copias digitales de las revistas cuyos números, fechas y referencias se sabía de memoria, que de algo tiene que servir ser la hija del jefe, y leerlas por enésima vez, aunque tal vez por primera con ojos de adulto para buscar algo que se le hubiese pasado por alto. Ya en casa, la ducha le despejó la mente, pero derrotó definitivamente al cuerpo, de modo que, rendida por el sueño, no supo a ciencia cierta si lo que vio una y otra vez en el portátil hasta que los párpados se le cerraron era una broma macabra del destino, un error de la informática o una mala jugada del sueño disfrazado de realidad, pero lo cierto es que los cuentos, sus cuentos, no estaban. Ninguno de ellos. En ninguna de las revistas.









IX





Anochecía cuando llegó a la pensión. Sentía la necesidad de ver sus revistas y compararlas con las copias, pero principalmente necesitaba hablar con su padre, y necesitaba su móvil para saber si había intentado ponerse en contacto con ella. No vio a doña Manolita, pensó que a esas horas ya estaría en su habitación descansando, no imaginó que se encontrara entre el numeroso público que contemplaba la actuación del personal sanitario y de los agentes de la policía local y la guardia civil que habían acordonado el parque. Para los vecinos el despliegue era todo un acontecimiento, pero ella, tan acostumbrada a las sirenas y al ruido de la ciudad, ni tan siquiera se percató de la escena. Apenas pudo contener un suspiro de alivio cuando comprobó la gran cantidad de llamadas perdidas de su padre y se extrañó de que también hubiese bastantes del director y del cronista, pero en ese momento no tenía la mente puesta en nadie más. Todo el camino no había hecho otra cosa que recriminarse su comportamiento, el distanciamiento de los últimos tiempo con su padre sólo era en realidad achacable a ella misma, él siempre había estado a su lado y, aun con su forma tan extraña de ser, le costaba encontrar algo que recriminarle más allá de su tendencia al silencio. Y ahora ella llevaba semanas sin dar señales de vida, se había ido a aquel pueblo sin avisar y no había comentado con él el problema que había tenido en el colegio. Se sentía terriblemente culpable. Llamó a su padre, pero el teléfono, apagado o fuera de cobertura, algo habitual en él, no estuvo a la altura de sus expectativas. Llamó de nuevo al fijo de su casa, sin obtener mejores resultados. Sólo cuando decidió que lo mejor era descansar y esperar al día siguiente cayó en la cuenta de lo agotada que estaba. Estaba aseándose en el baño cuando sonó el teléfono, y tan corriendo fue a por él que contestó sin tan siquiera mirar el número,

- ¿Papá?

- No, me temo que no soy tu padre –le desilusionó ostensiblemente la voz del director al otro lado de la línea- Te he estado llamando.

- Lo sé, lo sé. Es que me dejé el móvil en… en fin, que no he estado localizable. Ya he visto que me has llamado, ¿pasa algo?

- No, bueno, no lo sé. En realidad pasan muchas cosas pero por ahora sólo te llamaba porque quería avisarte de que pasó por aquí tu padre a buscarte. Como no supe que decirle y le vi preocupado, pensé que deberías saberlo.

- Muchas gracias, no sabes cómo me alegra oírlo.

- ¿Pasa algo?

- No, sí, bueno, no tengo ni idea. Es sólo que parece que ambos tratamos de localizarnos desde hace días y no lo conseguimos y estoy un poco preocupada. ¿Te preguntó algo, le dijiste algo tú?

- No, nada. El sólo quería localizarte, no hablamos de nada más. Del asunto del vídeo, si es lo que te preocupa, no cruzamos una sola palabra. Como no sabía qué decirle, le enseñe únicamente la foto del jardín que me mandaste. Pensé que al igual que me sucedió a mi, le tranquilizaría saber que estabas rodeada de flores.

- ¿Y le tranquilizó?

- Pues no sabría decirle, en realidad pareció excitarle bastante, cómo si la reconociera porque se despidió precipitadamente y salió corriendo. Pero, ¿sabes?, sonreía. Era una sonrisa un tanto extraña, perturbadora, pero estoy seguro de que sonrió.

- ¡Vaya! En fin, no sé que pensar. Voy a acostarme a ver si descanso un poco, seguro que mañana lo veo todo con más claridad.

- Bueno, pues que descanses. Carlota… ¿estás bien?, ¿puedo hacer algo por ti?

- Sí, estoy bien, no es nada, sólo que llevo unos días un tanto extraños, Gracias por preocuparte.

- Bueno, pues descansa entonces, si me necesitas, ya sabes donde estoy.

- Buenas noches

- Buenas noches.

Carlota se tumbó en la cama, extenuada, pero incapaz de encontrar la relajación necesaria para descansar. Su padre nunca había ido al colegio, para él era una señal de respeto no mezclarse en su vida profesional y, de no haberle invitado ella, jamás se habría presentado allí sin avisar si no pasara algo. Probablemente estaba preocupado, nunca habían pasad tanto tiempo sin siquiera una llamada telefónica telegráfica de esas que acostumbraba a hacer él y que a ella le desquiciaban: Hola hija, ¿todo bien?, Si papá, todo bien, Entonces no te molesto, hasta luego. “Moléstame, papá”, pensaba ella, “moléstame si hace falta pero háblame”. Y luego estaba el asunto de las flores, es cierto que Amadeo, el director, era un tanto peliculero, pero su padre era muy poco expresivo y si la foto del jardín le había turbado de cierta manera, debía haber alguna razón. Se dio entonces cuenta de que muy probablemente no iba a poder dormir, pensó en bajar al parque, al banco que tanta relajación le había procurado apenas unos días atrás, pero que ahora le resultaba tan lejano como todo paraíso perdido. Decidió cotejar las copias y los originales de sus revistas, puede que en la comparación hubiese una nueva pista, pero lo único que encontró, y no fue poco, fue el sueño, ya que al cabo cayó rendida sobre los recuerdos de su infancia, aquel otro paraíso perdido que se había empeñado en perseguir.









X





Apenas había amanecido cuando le despertó el insistente golpeo en la puerta. No era desde luego la amable llamada de doña Manolita, quien más que golpear acariciaba la puerta obteniendo de ella un tan amable susurro que acompañaba el despertar como una caricia, como un beso, como una canción de cuna. Este era un golpeo abrupto, urgente, un despertar de mal agüero que dejó a Carlota sumida en ese estado intermedio entre el sueño y la vigilia en el que uno se siente un espectador de cuanto sucede a su alrededor, que percibe, pero le es ajeno. Y efectivamente no era doña Manolita, aunque ella estaba al lado del autor del aporreo, un guardia civil que se presentó como el sargento Bote, quien sin embargo demostró ser mucho menos tosco en sus maneras cuando su interlocutor no era de madera. Tras un breve preludio sobre el jaleo de la noche, del que Carlota confesó no haber sido consciente a causa del cansancio, le comunicó el sargento, en un tono afable que pretendía no preocuparla pero consiguió exactamente lo contrario, que su padre había aparecido inconsciente en el parque, aparentemente presa de un infarto de miocardio, pero que no había que alarmarse porque afortunadamente, aunque sedado, se encontraba bien, o todo lo bien que se puede encontrar uno en la UCI del hospital provincial. Se ofreció gentilmente además el sargento a acompañarla hasta allí si no se sentía en condiciones de conducir. Ella no había logrado reaccionar, no salió de su boca una sola palabra, aunque sí hicieron lo propio y abundantemente las lágrimas de sus ojos, lo que hizo que la buena de doña Manolita tomara el relevo del sargento y le explicara que ese hombre tan apuesto pero un poco extraño había pasado por la pensión preguntando por ella y que al saber que se había ido unos días, se marchó al parque y se sentó precisamente en el mismo banco en que ella solía pasar las mañanas, pero que al rato dejó de verle. Pensó que se había marchado pero el pobre debió de perder el conocimiento y caer al suelo. Por eso no le vio. Y pasó allí unas cuantas horas porque hasta que no pasó el barrendero a última hora, no fue descubierto. Pero debe de ser un hombre muy fuerte, le dijo, porque los médicos aseguran que, si todo va bien, se repondrá. Y los médicos, ya se sabe, añadió la casera, muy bien lo tienen que ver para mojarse. No caí en la cuenta en su momento, pero ahora que lo pienso juraría que le había visto antes, aunque no sabría decir… En fin, no importa, cotilleos de vieja.

Carlota siempre había pensado que el temblor de piernas era más un recurso literario que algo que ocurriera realmente al recibir una mala noticia, afortunadamente el sargento estaba algo más acostumbrado a estas situaciones asiéndola de los brazos antes de que cayera al suelo, la depositó tiernamente en la cama, donde empezó a dialogar con su dolor de una forma no por poco ruidosa menos destructiva. Porque se sentía derrumbarse, ¿cómo era posible que su padre…? Doña Manolita salió un instante y volvió con una taza de té que a Carlota se le antojó un milagro de la creación y le ayudó a salir momentáneamente de su estupor lo suficiente como para percatarse de los cuchicheos de la casera y el sargento y el azoramiento de éste ante lo que ella le preguntaba. “¿Qué ocurre?”, dijo Carlota sin saber muy bien si realmente quería saber la contestación a su pregunta porque no creía ser capaz de asumir un sobresalto más. “Aquí el sargento, que además es mi primo, tiene algo más que decirle”. “Verá, señorita, mi prima Manolita no está muy versada en estos asuntos policiales, de forma que no termina de comprender”. “Pepito, hijo, como no se lo digas inmediatamente te voy a enseñar yo si sé de asuntos policiales o no, yo no necesito ninguna orden para llamar a tu madre”. “Como le decía, señorita”, continuó el sargento, “lo cierto es que mientras estuvo en el parque parece que su padre estuvo escribiendo una carta aparentemente dirigida a usted. Por lo que sé es bastante larga, pero yo no la he visto y ni siquiera debería hablar sobre ella”. La mirada inquisitiva de Carlota fue lo suficientemente descriptiva (y digna de lástima) como para que no hiciera falta una nueva intervención de doña Manolita para que siguiera hablando. “Está en el cuartel, la carta, está en el cuartel. Su padre de usted es un hombre considerablemente adinerado, por lo que hemos podido averiguar, y mi teniente, que es joven y metódico, cuando supo que había un cuerpo en el parque de los ataúdes decidió tratarlo como la escena de un crimen y, como creíamos que usted no estaba hasta que esta mañana mi prima ha visto el coche, pues la metió en una bolsa para pruebas y se la llevó para que la analizaran. Seguro que si la reclama usted se la dan sin demora, el propio teniente se la habría mostrado de saber que estaba usted en el cuarto, pero si le parece la llevo primero al hospital”.

Carlota le agradeció la sinceridad y le prometió al sargento que cuando más tarde fuera al cuartel, lo haría para reclamar los efectos personales de su padre, sin hacer mención expresa de la carta para no comprometerle, y les pidió que la dejaran sola un momento para asearse antes de ir al hospital. Aunque las ganas de leer la carta le quemaban por dentro, no concebía estar en otro lugar que junto a la cama de su padre, como tantas veces había estado él junto a la suya pasando la noche en vela por el menor catarro o señal de enfermedad. Sabía que una vez allí, cuando tuviera su mano entre las suyas, todo estaría bien, todo en el lugar en el que debería estar.









XI





Le sorprendió lo diferente que era ese silencio obligatorio en el que estaba sumido su padre de el elegido que él tantas veces había usado con ella para estar a su lado. Él era feliz simplemente con estar ahí, algo que ella nunca entendió pero que ahora, cuando comprobó lo diferente que era aquel silencio confortable de este enfermo interrumpido únicamente por el sonido de los monitores que se atrevían a resumir la vida de su padre en una cadencia de pitidos, lo identificó inmediatamente como un nuevo paraíso perdido, uno más, del catálogo de pérdidas que había obtenido como respuesta a su búsqueda.

Ella no sabía estar en silencio, algo que él jamás le había reprochado, el amor tal vez consista sencillamente en aceptar al otro como es y en no pretender nada más para uno mismo, así que necesitaba hablarle, contarle todo lo que le pasaba por la imaginación, todo lo que en los últimos tiempos no le había contado. Aprovechó su inconsciencia, inducida farmacológicamente, le dijeron, para ponerle al día de su vida y de sus preocupaciones, de su relación con el parque de los ataúdes y de sus sospechas sobre el misterio de los cuentos, el saber que no era oída le dio incluso el valor para plantearle y plantearse en voz alta por primera vez, y por sorpresa, su esperanza de que por alguna razón que no alcanzaba a comprender, esa mujer fuera en realidad la madre que siempre echó en falta conocer y no el sustituto de papel que ella misma había construido. Su padre le había explicado mil veces lo del accidente cuando ella era pequeña, pero ella jamás había terminado de creérselo. Los sentimientos no entienden de navajas de Ockham, y ella construyó todo tipo de fantasías en su infancia para justificar la única ausencia que en realidad tuvo en su vida. Se sorprendió a si misma de haber sido capaz de poner en claro sus pensamientos de manera tan rápida, algo que en realidad acostumbrara a sucederle con su padre cuyo efecto balsámico sobre su desordenada cabeza era legendario, pero nunca había imaginado Carlota que podría lograrlo incluso inconsciente.

La enfermera, que varias veces le había indicado que podía marcharse a descansar, por más que le había explicado que al ser su estado inducido no podía despertar por si mismo y que cuando los médicos decidieran levantar esta medida de precaución que habían tomado más por las horas que pasó a la intemperie que por su estado de salud general, que era estable, la avisarían, consiguió por fin que Carlota siguiera su recomendación de airearse y descansar un poco no por su persuasión, sino porque sintió que tras acabársele las lágrimas y las palabras estaba a punto de sucederle lo mismo con el oxígeno, de forma que decidió ir al cuartel a recoger el eufemismo, es decir, los efectos personales de su padre, aunque el único efecto que en realidad quería conocer era el que le causaría la carta.







XII





Cuando uno se acostumbra a las sorpresas, pierden estas hasta tal punto su componente sorprendente que lo más inaudito se asemeja sospechosamente a lo cotidiano, así que Carlota encontró de lo más natural ver a Emilio Girauta en la puerta del hospital, esperándola.

- Manolita me ha contado lo sucedido y no podía dejar de venir, espero no molestarla. ¿Puedo servirle de alguna ayuda?

- Pues en realidad sí, si no le importa acercarme al cuartel de la guardia civil se lo agradecería.

- Por supuesto, faltaría más. ¿Qué tal su padre?

- Estable, pero los médicos son muy optimistas así que debería decir bien, sólo que se me hace imposible decirlo así cuando está inconsciente y lleno de tubos.

- No se preocupe, seguro que sale de esta.

Carlota, que desconocía el histórico enfrentamiento entra la vida y la muerte en el parque de los ataúdes en el que su padre acababa de inscribir una nueva victoria en el campo acertado, ya no se sorprendía de la amabilidad de la gente del pueblo, sin embargo sí que le extrañaba la visita del cronista. Algo le decía que aquel hombre necesitaba decirle algo, así que decidió probar suerte:

- He visto que me llamó usted al teléfono varias veces

- Sí, bueno, estaba preocupado, ya sabe

- Pensé que a lo mejor había recordado algo de lo que habíamos estado hablando, ya sabe, la escritora, las cartas…

- Bueno, algo sí quería contarle, pero dadas las circunstancias

- No se preocupe, me hará bien pensar en otra cosa.

- Pero no sé, puede que no sea buena idea, ya ha tenido usted suficientes emociones.

- Precisamente, ¿acaso cree que algo de lo que me diga podrá alterarme más que lo que acabo de vivir? No se preocupe por mi, se lo digo con el corazón, sin duda me hará mucho bien distraerme un poco.

- Bueno, verá…

Y entonces comenzó a contarle Emilio que entre su tío Mateo y la escritora había surgido con los años una verdadera amistad, que él pasaba mucho tiempo en la casa y que hablaban de lo humano y lo divino aunque de puertas para afuera mantuvieran inalterables sus papeles. “Sin embargo tampoco sé gran cosa, sólo me contó que llegó aquí huyendo de una familia que le resultaba opresiva, de un marido que, aunque honesto y buena persona, jamás logró separarse de la influencia de su madre y aunque se enfrentó a ella para defender a su mujer, al final ella llegó a la conclusión de que si quería que su marido fuera feliz, ella debía marcharse, y así lo hizo aprovechando la herencia de sus padres, quienes murieron los pobres en la emigración sin saber nada del infortunio de su hija”. “¿Será posible?”, pensó Carlota. “¿Será posible que en realidad mi madre no muriera y que se marchara y me dejara atrás?” No le cuadraba ni con su padre ni con la abuela, que siempre fue con ella buena y cariñosa, pero sobre todo no le cuadraba con la persona que escribió aquellos cuentos. Su madre de papel nunca se habría rendido sin más, por difícil que fuera, pero sobre todo no la habría abandonado. De tener que huir, la habría llevado con ella. Al contrario de lo que le prometió al bienintencionado don Emilio, lo cierto es que aquellas noticias la estaban trastornando.

- ¿Y no hablo nunca de nadie más de su familia?

- Que yo sepa, no. ¿Piensa en alguien en concreto?

- No sé, algún hijo o alguna hija.

- No, lo cierto es que de eso no se nada más.

- ¿De eso? ¿Quiere decir que de alguna otra cosa si que sabe algo?

- Bueno, no sé, veo que está usted alterándose un tanto.

- No se preocupe, hombre, llegados hasta aquí es mejor llegar hasta el final.

- Bueno, sé muchas anécdotas, historias tontas que contaba mi tío. Se le notaba que en realidad estaba enamorado hasta las cachas, con perdón, porque cualquier cosa de ella la contaba como la historia más extraordinaria, aunque fuera en realidad una tontería.

- ¿Y algo concreto que me sirva, ya sabe, en la investigación?

- Bueno, tal vez.

- ¿Y bien?

- Sí que sé algo bastante concreto que pudiera resultarle útil, pero no sé si…

- ¡Don Emilio, por favor, no me haga sufrir!

- Sé su nombre.

- ¿El verdadero?

- Sí, el verdadero.









XIII





Todo había sucedido muy rápido. Desde que don Emilio revelase su secreto sintiéndose por una vez como su tío Mateo comunicando la combinación de colores de ese año a la parroquia del café, aunque sin igual resultado ya que el nombre verdadero lo cierto es que no le decía nada, o al menos nada que tuviera relación con ella, apenas había tenido tiempo de pararse a descansar. Nada más conocer el nombre, que sí que le sonaba porque había leído algún cuento suyo en las revistas de su padre y posteriormente en algún libro recopilatorio y aunque le gustaba y era de indudable calidad técnica no le parecía comparable a los de su madre de papel, llegaron a la casa cuartel. Allí le dieron los efectos de su padre, carta incluida, tras cumplir algún que otro inevitable trámite, y antes de salir del edificio le llamaron del hospital para decirle que fuera para allá porque iban a despertar a su padre. El cronista, que esperaba en la puerta decepcionado porque su secreto no fuera en realidad tan valioso como soñaba, la llevó rápidamente de vuelta al hospital, aunque esta vez el viaje se hizo casi en silencio, y antes de darse cuenta estaba otra vez sentada a la cama de su padre con la mano de este nuevamente entre las suyas esperando que abriese los ojos como si tras el telón de sus párpados esperase la tierra prometida, el reencuentro con todos los paraísos que en realidad no había perdido sino que se habían escondido tras aquella silenciosa mirada a la espera de que ella supiese como encontrarlos. Y ya sabía. Creía saber. Pero aquellos obstinados párpados no le permitían poner en práctica su nueva mirada y la espera se le estaba haciendo eterna. No se movió de allí, le habló sin cesar, revivió recuerdos uno tras otro, le contó cuentos, sus cuentos, le preguntó cosas, le confesó secretos, agotó nerviosamente las palabras esperando que pudiera escucharle para entonces callar, demostrarle que lo había entendido, que estar a su lado era suficiente, y a punto estaba de caer rendida cuando oyó por fin que de los labios de su padre salía un sonido, al principio ininteligible pero que rápidamente procesó como una broma característica suya, “¿Sabes que hablas más que siete?”, y entonces rompió a reír y a llorar al tiempo, quería hablar y callar a la vez y compuso sin quererlo una estampa a la vez tan entrañable y tan cómica que su padre, aseguraría después, no olvidaría nunca.

- Siento haberte asustado, hija, pero ya pasó. Ya no soy el que era, soy viejo, eso es todo.

- No seas tonto. No eres viejo, papá, tonto sí, pero no viejo. ¿Qué hacías solo en el parque tanto tiempo, a la intemperie?

- Echaba de menos que me riñeras, así que me provoqué un infarto para que pudieras desahogarte.

- No bromees con eso, me has dado un susto de muerte. Yo buscándote en casa y en la empresa y tú allí, tendido sólo en el parque. Si te llega a pasar algo no te lo habría perdonado, ni a mí misma, ¿cómo se te ocurrió?

- Necesitaba hablar contigo.

- Y yo contigo.

- Lo imagino.

- ¿Cómo me encontraste?

- Por la foto, reconocí el jardín.

- ¿Y porqué reconociste en una foto el parque de los ataúdes, qué te une a él? Si quieres descansar no pasa nada, no hay prisa, no me voy a ningún lado.

- Hace años, cuando supe que los vecinos estaban haciendo una colecta para construir el parque, hice una pequeña aportación y después fuí a la inauguración. De vez en cuando voy por allí, me gusta, es relajante y casi nunca hay nadie, me permite pensar.

- ¿Yo no?

- Claro que no. Si pudiera pensar fríamente estando contigo sería una especie de monstruo frío y calculador. El parque me relaja, a ti te quiero.

- Vaya, para una vez que hablas resulta que lo haces bien, ¿no podrías haberme dicho cosas así más a menudo?

- No era fácil, ahora abusas de mi por los efectos de la anestesia, pero yo no puedo evitar ser como soy.

- Lo sé, no hace falta, te quiero así. Sigue.

- Pues cuando el director de tu colegio.

- Ya no es mi colegio, papá.

- Deberías saber que cuando tu padre habla lo hace con propiedad, el colegio es tuyo, cuando entraste en él compre un pequeño paquete de acciones para sentirme cerca de ti en tu nueva vida de adulta, pero poco a poco tuve que ir comprando más y más porque el colegio es deficitario. Cuando supe lo que había pasado me convertí en socio mayoritario y pienso regalarte las acciones. Un día de estos te llamará Fermín, ya sabes, el abogado, Así que el colegio es tuyo.

- No sé que decir, papá.

- Ni falta que hace, mira, de hecho es preferible porque así me comprenderás un poco mejor. Decía que cuando pasé por tu colegio y el director me enseñó la foto, reconocí en seguida el parque y sentí la necesidad de encontrarte y contarte ciertas cosas para evitar que tu imaginación te jugara una mala pasada.

- Mi imaginación es caprichosa, me temo que me conoces bien.

- Carlota, soy tu padre, si vuelves a sorprenderte porque te conozca bien te castigaré sin postre. ¿Puedo seguir?

- Sigue. Sólo una pregunta, ¿porqué no has sido así siempre? Ha tenido que darte un infarto para que me entere de que eres incluso divertido

- Siempre he sido así, hija, pero tú no te has dado cuenta hasta ahora. Continúo. Sabía lo importantes que eran para ti esos cuentos y al saber lo que te había ocurrido y dónde estabas, sólo tuve que sumar dos y dos.

- ¿Realmente lo sabias? Lo de los cuentos, digo, nunca me pareció que fuera así.

- Claro que lo sabía, hija, como sigas demostrando que conoces tan poco a tu padre a lo mejor me provoco otro infarto, así que si no te importa, déjame seguir, llevo años esperando a poder contarte esto y nunca me atreví, así que no me des la oportunidad de arrepentirme, que aun estoy a tiempo.

- No, por favor, sigue.

La enfermera entró en ese momento para indicarles que el paciente debía descansar, pero la mirada de ambos fue tan descriptiva que se limitó a anotar la temperatura y comprobar las vías tratando de ser lo más invisible que le fuera posible, y abandonar la habitación como si no hubiera entrado jamás.

- Sabía, porque te conozco, que si habías descubierto el parque de los ataúdes había sido tirando del hilo de aquellos cuentos y sabía que tu también sumarías dos y dos, pero pretendía evitar que te resultara cinco. ¿He llegado a tiempo?

- Puede que no.

- Bueno, lo comprendo, es culpa mía.

- ¿Quién era esa mujer?

- Una escritora, publicó algunos trabajos en una revista que imprimíamos y me gustó como lo hacía, así que a través de los editores contacté con ella.

- ¿No la conocías?

- No la conocí más que por carta.

- No lo entiendo, parecía que escribía para mí, siempre hablaba de lo que me preocupaba, era como una madre para mí.

- Lo sé, tu madre de papel. Vivía contigo, ¿recuerdas?

- ¿Y como pudo sin conocerme hacer algo así?

- En realidad no lo hizo.

- ¿Cómo?

- Yo se lo encargué, a ella no le venía mal el dinero y yo acordé con ella que le escribiría contándole las cosas que debía incluir, lo que pensaba que te gustaría, y ella le daría forma literaria. Esperaba que así pudiera llenar el vacío que tu madre había dejado y que yo no podía llenar. Las chicas necesitan una madre, como decía siempre tu abuela.

- Pues debía ser muy buena, porque funcionó a las mil maravillas.

- ¡Que va! Buena sí que lo era, pero la primera experiencia fue un desastre. Me mandó un relato técnicamente perfecto, eso es verdad, pero una madre, aunque sea de papel, no es técnicamente perfecta, le faltaba algo.

- ¿Magia?

- No sé, no estaba vivo, no sé como explicarlo. Te imaginaba leyéndolo, pero no te imaginaba hablándole.

- ¿Entonces?

- Entonces traté de explicárselo a ella, pero tampoco pude, así que lo escribí yo para que cogiera la idea y le pedí que lo corrigiera.

- ¿Y?

- Me lo devolvió sin una enmienda, sin una sola corrección, y me amenazó con perseguirme si osaba cambiarle algo. Su carta era tan amable que continué mandándole todos los cuentos, por tradición. Y siempre contestó lo mismo. Utilicé el nombre falso que ella utilizaba como homenaje, pero también para que lo que a ella le había servido para escapar, te sirviera a ti para no hacerlo.

- ¿Eras tú? No me lo puedo creer.

- No debías creerlo, si lo hubieras sabido habrían dejado de funcionar. En cuanto a ella, con los años desarrollamos una cierta amistad postal y por eso, al enterarme de la idea de los vecinos de construir el jardín, hice una pequeña aportación y vine a la inauguración. Al final yo también tuve una amiga de papel, como tú una madre. Así acaba la historia.

- O empieza.

- Ojalá, hija, ojalá empiece. Sé que no estuvo bien mentirte, pero funcionó, te hizo feliz.

- Pero yo hubiese preferido saber…, que hubieses… No sé, estoy confusa. ¿Y mi madre, la de verdad?

- Ya lo sabes todo, no hay nada más que lo que te conté del accidente. No hay nada extraño, ella te quería, nosotros nos queríamos, simplemente fue una fatalidad del destino. Te mentí en lo de los cuentos, pero en compensación jamás te he ocultado ninguna otra cosa.

- Lo sé, lo sé. Es que la ilusión, ¿sabes?, se agarra una a un clavo ardiendo.

- A mi me lo vas a contar. Los cuentos fueron mi clavo ardiente, y tú te agarraste a ellos.

- Pero los cuentos, no están. En las revistas, digo, no aparecen.

- Eran sólo para ti, me habría sentido traidor si se editaran para el público en general, así que hacíamos un número falso en el taller cada mes sólo para ti. Ventajas de ser el jefe.

- Eres una caja de sorpresas, te tomaste muchas molestias para regalarme una madre de papel.

- No, me tomé menos de las que tenía que haberme tomado para hacerte feliz, que era mi trabajo. Sé que no siempre lo hice bien, y lo siento.

- No seas tonto, hiciste lo que pudiste.

- Lo que pude no fue suficiente, nunca lo es para nadie, espero que al menos valores lo que tuviste. No es fácil ser padre.

- Claro que sí, es que ser hija tampoco es fácil y ha tenido que pasar todo esto para que recuerde que en realidad he sido feliz y que las cosas que te echaba en cara no son más que tonterías de niña egoísta.

- No digas eso.

- Claro que lo digo, pero creo que he aprendido a no ser egoísta, a no pedirte más que aquello que me puedes dar.

- No te equivoques, yo no puedo darte más que eso, pero tú debes pedírmelo todo.

- Yo ya no soy una niña, ahora me toca a mí darte una hija y una de verdad, ya tenemos bastantes personas de papel en nuestra vida, por inolvidables e importantes que hayan sido. Te lo voy a demostrar.

- No hace falta que me demuestres nada.

- Calla, a ver si por una vez que hablas no vas a dejarme a mi abrir la boca.

- Dime, hija.

Entonces Carlota le tendió el sobre con sus efectos personales, eufemismo del sargento Bote incluido, y le explicó que tenía la carta, que hacía horas que la había recogido pero que algo dentro de ella le decía que no debía leerla, que si aquello era un comienzo debía serlo del todo y que lo que debiera saber de su padre, debía oírlo de sus labios. Y así inscribieron en las páginas de la historia del parque de los ataúdes una victoria que por fin era definitiva porque no era de la vida sobre la muerte, quien tiene demasiada paciencia para ser derrotada en buena lid, sino de la vida sobre la propia vida, enemiga, ésta si en verdad temible y difícil de vencer.