martes, 6 de diciembre de 2011

EL CONTRATO AMARGO DE LA MUJER DEL ALBACEA

— Como ya le dije por teléfono, si ha venido usted a que le confirme esa colección de tópicos y medias verdades que tiene usted por ciertas y que conforman eso que usted llama pomposamente la opinión pública, pierde el tiempo. Lo que tengo que ofrecerle es incómodo, políticamente incorrecto y difícil de aceptar, lo sé, pero es eso que antes gozaba de un cierto prestigio especialmente en su oficio y que se conoce como la verdad.



El atribulado reportero no salía de su asombro. Su entrevistado, quien si por algo era conocido era por su trayectoria de amistad y fidelidad hacia el famoso escritor recientemente fallecido que era objeto de su artículo, del que había sido secretario particular y ahora era albacea y presidente de su fundación, parecía empecinarse en desmontar una por una todas sus convicciones previas, premisas que habían nacido de su pasión lectora, sí, pero también de su trabajo de investigación previa y que tenía por indubitablemente ciertas.



— No sea ingenuo, joven, eso que usted (y no sólo usted) cree no era más que una pose, una actitud ensayada y premeditada para vender libros, que era de lo que se trataba al fin y al cabo. Por eso abrazó tantas causas “populares”, para aprovechar el tirón de esa popularidad. ¿Acaso no se da usted cuenta de que muchas de ellas eran contradictorias entre sí?



La estupefacción comenzaba a dejar paso poco a poco a la irritación, su convencimiento acerca de las bondades del fallecido no dejaba resquicio alguno por el que cupiesen las declaraciones incendiarias de su interlocutor. Era éste tan sólido y antiguo que el reportero permanecía incapaz de hacerse preguntas acerca de la certeza de las afirmaciones que iba anotando en su cuaderno, sino que muy por el contrario se cuestionaba por las motivaciones del albacea para hacerlas, siendo como le constaba que eran todas falsas. Así que decidió pasar al ataque.



— Ustedes dos publicaron un primer libro de relatos juntos, escrito mano a mano, sin embargo sólo él continuó con su carrera literaria mientras que usted acabó por convertirse en su secretario particular, ¿no provocó eso en usted un cierto resentimiento?

— No sea usted majadero. ¿Lo ha leído usted?

— ¿Perdón?

— El libro de relatos que menciona, ¿lo ha leído?

— Bueno, bien sabe usted que es prácticamente imposible de encontrar. He leído algunas de las críticas y los relatos que posteriormente se rescataron en las diversas antologías…

— Lo suponía. De todas formas es suficiente con eso, si lo hubiera leído comprendería que sucedió lo que debía haber sucedido y entendería, por tanto, que su pregunta no tiene el mayor sentido. Si me indignara por mi carrera literaria lo haría conmigo mismo y por mi falta de talento, para con él no tengo a este respecto más que agradecimiento por haberme permitido que compartiera con él aquel sueño. Lo contrario sería de necios, y no creo que usted me considere tal cosa, ¿no es así?

— Discúlpeme, no pretendía…

— No es necesario que se disculpe ni que se justifique, le comprendo perfectamente. Soy de esas personas que tienen mucho más gusto que talento y yo lo que hubiese querido tener es talento, no libros publicados. Mi carrera literaria murió tan joven únicamente porque no tuve el valor para impedir que naciera, pero en cualquier caso hoy está exactamente en el lugar que le corresponde.



El periodista, no obstante su cabal derrota, no se dio por vencido. Ofendido como estaba porque su entrevistado pretendiese utilizarle para desprestigiar a aquel escritor al que tanto admiraba, cambió de táctica para tratar de sonsacarle las causas de su tan desleal como inopinado comportamiento.



— Quería preguntarle, le ruego que me perdone si le resulta un tanto insolente por mi parte, por una cuestión bien diferente. Sobre la vida sentimental del autor. Ya sabe que existe sobre ella una cierta polémica. Conoce, sin duda, la biografía no autorizada que publicó el escritor inglés sir Macaulay Worthington.

— Naturalmente. El buen hombre paso aquí una semana en la que sin duda compartieron mucho más whisky que confesiones, pero que, junto con su no pequeño ego, le sirvió para autoconvencerse de su condición de experto.

— Como quiera, pero el hecho es que puso sobre el tapete el tema y sus teorías sobre, como decirlo, sobre su vida íntima gozan de un cierto prestigio académico.

— Ya sé, ya sé. El prestigio académico no está tan lejos del del whisky, excelente por cierto, como usted puede suponer. A poco que se haya preparado el trabajo se habrá topado con todo tipo de teorías, algunas ciertamente coloristas, que no tienen más interés que el comercial que puedan tener, cosa que desconozco. La única verdad es que nunca mantuvo una relación estable porque las odiaba.

— ¿Odiaba a las mujeres?

— No, por Dios, odiaba las relaciones. Sostenía que eran la única fuerza vital capaz de hacer que las personas sensatas no sólo dieran trascendencia a asuntos triviales que en condiciones normales jamás habrían pasado de anécdotas, sino que por obra y gracia de las relaciones de pareja se convierten por el contrario en el centro de su existencia

— Eso no es posible, él escribió sobre el amor…

— Si, ya sé, “él escribió sobre el amor algunas de las páginas más hermosas…” Es bien conocido. Verá usted, como ya debía haberle quedado claro no es el talento del escritor el tema del que estamos hablando, ése está fuera de toda cuestión, creía que el objeto de su entrevista, o al menos así me lo hizo ver cuando me la solicitó, no era el escritor, sino la persona.

— La persona, y discúlpeme la insistencia, es exactamente de lo estábamos hablando. Cuando entrevisté a sir Macaulay me confesó que creía que en realidad estaba enamorado, y discúlpeme, de la mujer de usted y que los tres formaban un triángulo sentimental realmente difícil de interpretar.

— Los tres vivimos juntos más de cuarenta años, ¿de verdad cree usted que el trabajo de secretario está tan bien pagado como para justificar la humillación de vivir cuarenta años bajo el mismo techo que el amante de tu mujer?

— El biógrafo afirma que podía usted no saberlo.

— El biógrafo es un completo imbécil si piensa eso realmente. Perdóneme, pero es casi más delirante que lo anterior.

— Asegura que hay pistas acerca de ello en toda su obra, que sus personajes femeninos guardan cierta similitud con ella y que incluso hay un tatuaje…

— Mire joven, desconozco cuales son los mecanismos inspiradores de un escritor para crear sus personajes pero no me resulta descabellado imaginar que utilizan para ello a quienes tienen cerca. Conozco la teoría del tatuaje, las estupideces no serán intelectualmente sólidas, pero hay que reconocer que su capacidad de difusión es envidiable, y sólo se me ocurre al respecto encarecerle a que entreviste usted a mi mujer, que está en casa, y que sea ella misma la que le saque de la duda. No creo, eso sí, que consienta en enseñarle el lugar donde se supone está el tatuaje de marras porque como usted sin duda sabe, ya que está tan bien informado acerca del cuerpo desnudo de mi esposa, es uno que sólo se acostumbra a conocer si media previamente una cierta intimidad de la que dudo mucho que usted goce y que desde luego me consta que ese simpático inglés borrachín no disfrutó, a menos que piense usted que mi señora se acuesta con todos los varones que cruzan esa puerta. En cualquier caso, si lo desea la puedo avisar ahora mismo, pero si, puesto que ella es perfectamente libre de hacer lo que estime oportuno, accede a su labor, llamémosla de peritaje, espero que comprenda que me ausente de la habitación y dé por finalizada la entrevista. No me resultaría cómodo presenciarlo, sin duda se hace cargo.

— No será necesario, tal vez en otro momento, si lo considera oportuno, podría… en fin, discúlpeme, entiendo que este tema le resulte incómodo.

— Las falsedades acostumbran a serlo, pero no se preocupe, este es un tema más que amortizado. Como sabe no es nuevo. Lo que no quisiera es que ella, que está ciertamente afectada por nuestra pérdida, viese como se mancha su buen nombre con bulos y difamaciones. Ya le advierto que tendrían, llegado el caso, el tratamiento legal que les es propio. Y no se sorprenda porque hable de nuestra pérdida, que él no fuera como usted creía no significa que no fuera mi amigo igualmente.



La entrevista aun duró un rato que al periodista se le antojó interminable. Una a una, el albacea continuó con su demoledora labor de zapa del prestigio personal del que se suponía era su amigo más antiguo, y tanto talento y tanta fuerza empeñó en su tarea que el germen de la duda que apenas una hora antes parecía imposible que anidara en el alma del reportero no sólo puso casa allí, sino que era previsible, o lo era para el secretario, que inevitablemente se vería reflejado en su trabajo.

El albacea lo observaba marcharse cabizbajo de la finca desde la ventana del despacho que había sido su campo de batalla en este primer combate de los muchos que había proyectado sostener. “No ha sido un mal entrenamiento”, pensaba mientras se regodeaba en la patética visión del apesadumbrado periodista, cuando entró en la estancia su mujer, quien, por imposición suya, había escuchado toda la conversación en la habitación contigua, y cruzó con él una breve mirada tan cargada de dolor y lágrimas como de un ¿por qué?, por lo demás superfluo porque la culpable respuesta era demasiado bien conocida. Bien sabía que el silencio impuesto era la moneda con la que a partir de entonces debía empezar a pagar su parte de un contrato que si bien ahora le resultaba asfixiante y cuyo cumplimiento le provocaba una terrible impotencia, no era menos cierto que le había permitido gozar de tantos años de felicidad.

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