viernes, 14 de diciembre de 2012

LAS BARCAS MUERTAS




I

Casi se podría decir que se había integrado en el pueblo. Completamente no, porque ese no era un privilegio reservado a los forasteros, pero todo lo que estaba en su mano sí. En el mercado casi no le engañaban, es decir, sólo le cargaban un poco la mano en el precio pero no le mentían en la calidad, todo el mundo le saludaba amablemente y nadie le aparcaba en la puerta de su casa; su figura solitaria era uno de los acontecimientos fijos de la cartografía del paseo de la ría, y en las paradas programadas que hacía a lo largo de su ruta ya no necesitaba hablar para que le sirvieran su consumición de costumbre. Pero tal vez el signo inequívoco de su integración en aquel vecindario era la partida de dominó, porque hacía ya más de un año que no era sólo un vecino, sino que era un vecino con partida. Cierto que sus compadres no eran excesivamente habladores, lo que no le venía mal en primer lugar porque, de las que no eran términos de dominó, apenas captaba una de cada tres palabras que se decían en la mesa, y en segundo porque sólo el escenario de su retiro en aquel pueblo guardaba cierta semejanza con el soñado, le faltaba la compañía y con ella la conversación, la banda sonora. Vivir viudo el retiro soñado como marido era una sutil y refinada forma de tortura, ese sueño en versión muda que vivía no podría denominarse pesadilla, era excesivamente plácida y serena para llamarla así, pero no por eso dolía menos.
La edad no le había restado apostura, su figura triste paseando por la ría aferrado a su rutina era observada con interés por no pocas viudas, de las que el pueblo era pródigo, pero esa realidad no le podría haber resultado menos ajena. Observaba sin ver en realidad cada detalle de su paseo, se sentaba siempre a leer en el mismo banco y acababa la mañana en la misma mesa en la que desde siempre sus compañeros echaban su partida.
La tarde era más triste, no había paseo, bares ni partida, sino miradas al horizonte y diálogos silenciosos con quien no podría contestar aunque hubiese querido, y sin embargo lo hacía.
El día que todo cambió sólo registró una alteración destacable, aunque pequeña en apariencia: al sentarse en la mesa comentó, sin saber porqué ni apenas darle importancia, el efecto desagradable que hacía una barca hundida que había en la ría y que se veía con la marea baja. Daba un aspecto de dejadez, dijo, que no comprendía en un lugar que pretendía atraer al turismo. Y ese comentario casual produjo en la mesa un silencio tan incómodo, tan intenso que hasta las fichas de dominó parecían desear que alguien lo rompiera. Llegó a continuación un murmullo tan leve que parecía salir de la mirada, más que de la voz de aquellos jubilados, un murmullo escasamente tranquilizador que creyó interpretar como "el hombre ve la barca". Finalmente, su compañero le dijo en voz baja, "mañana hablamos" y, como si nada hubiera pasado aunque la incomodidad se quedara sentada a la mesa, jugó la partida con el resto de los parroquianos.


II

A primera hora recibió la llamada, directa al grano, "¿dónde dices que ves la barca?", a lo que contestó recordando las malas sensaciones de la noche anterior. "Nos vemos allí a las doce". Sin más.
Trató de no variar su rutina pese a su extraña cita, el resto de la mañana transcurrió como de costumbre en una vida cuyo único motor era precisamente ése, la costumbre. Muchas veces le había dicho en vida que si ella faltaba primero, él no quería seguir viviendo, pero ella, creyente como era, no quería oír hablar del asunto. "Yo pienso ir al cielo", decía, "y me gustaría encontrarte allí. Los suicidas van al infierno. Nada más que hablar". Así que ahora tenía fotos de ella en los lugares más comprometidos, el armario de las medicinas, el cajón de los cuchillos, en fin, todos ellos, para evitar la tentación, para recordarle el único motivo que le mantenía con vida. Tampoco tenía nada de especial, había fotos suyas por todas partes, porque se pasaba el día hablando con ella, y el hecho de hacer sus réplicas desde un papel no la convertía en más condescendiente ni en menos incisiva que cuando estaba viva.
Como cada día, desayunó su té con una tostada de pan de centeno, del que cada día compraba una barra porque era el que le gustaba a ella aunque a él no le sentara del todo bien y en realidad no tomara de ella mucho más que esa tostada. Compró el periódico, fue al mercado y, una vez recogida la compra y ordenada la casa, se fue al banco en el que cada día leía la prensa y pasó una tras otra las hojas de un periódico al que no pudo prestar mucha atención. No pudo por la intriga que sentía por su cita, pero sobre todo porque en realidad pasar mecánicamente las páginas de un periódico en el que nada podía haber ya que le interesase formaba parte de su ritual diario.
En su programa le quedaba aun un vino antes de las doce, que se tomó con gusto, y así llegó la hora señalada, aunque a decir verdad su intriga era bastante desapasionada porque no imaginaba que pudiera oír nada que fuese en realidad relevante para él, pero no obstante agradecía el cambio, esperar algo era todo un acontecimiento.
Cuando llegó al punto señalado, su amigo ya estaba allí. Le extrañó que le preguntase por la localización exacta de la barca, porque se veía muy claramente, una ruina verde, el esqueleto de lo que en su día debió ser un bote pero que hoy no era más que un vivero de algas. Sin embargo se la señaló y su amigo quien, sin decir palabra, sacó una cámara digital, fotografió el lugar que él señalaba y, a continuación le mostró en la pantalla la foto, reproducción exacta del paisaje que tenían ante ellos, pero sin la barca, sin rastro de esa decrépita ruina, resto de lo que en algún momento fue vehículo de vida.



III

— Cada año, el Ayuntamiento retira de la ría las embarcaciones abandonadas, no sin antes tratar de localizar a sus propietarios o a sus herederos e imponerles la multa correspondiente. Este año, antes de la temporada de verano, se retiró la última que quedaba, la de don Cosme. Su hijo vive en Alemania y ni se le pudo localizar ni era de esperar que eso hubiese cambiado algo, si abandonó a su padre en la miseria no es de esperar que un bote viejo le hubiese preocupado más. Por eso nos extrañó anoche que dijeras lo del bote, no pudimos evitar preocuparnos.
— ¿Preocuparos?
— Sí, por la leyenda, ¿nunca has oído hablar de las barcas muertas?
— ¿Las barcas muertas? No, nunca.
El amigo comenzaba a impacientarse, no era normal que aquel hombre mostrara interés, pero no preocupación, parecía que le seguía la conversación por cortesía, pero no había en el ni resto de nerviosismo.
— Dicen que sólo hay dos motivos por los que alguien ve una barca muerta, una barca que no es visible para los demás, se entiende, uno es que tenga algo que ver con ella cuando estaba viva, con su propietario, capitán, con sus viajes, lo que fuera.
— Hace relativamente poco que vivo aquí, ya lo sabes, es bastante poco probable que la vida de esa barca y la mía se hayan cruzado en algún momento. ¿Y la otra?
— Ya sabes, la mitología, las supersticiones, en fin, esas cosas.
— Créeme que de todos los "ya sabes" que he oído en mi vida, este es, con diferencia, del que menos sé.
— Pues eso, que si uno ve una barca muerta es porque pronto será de su tripulación, la necesitará para su último viaje.
— ¿Me estás diciendo que voy a morir?
— No hombre, no, sólo te he contado una leyenda.
— ¿Y por qué, según tú, si no es por esa leyenda, veo una barca que no aparece en las fotos?
— No sé que decirte.
— Bueno, pues no se hable más. Se hace tarde, los demás deben estar ya esperándonos, ¿nos vamos a jugar la partida?

Nadie de los de la partida ni de los parroquianos habituales del bar podría haber asegurado si le preguntaran, como  más tarde de hecho les preguntaron, que aquel elegante viudo tan amable estuviera más contrariado que su compañero al llegar al bar, de hecho parecía ser el único de los cuatro no pensaba en un asunto por el que las miradas de los demás se interrogaban constantemente.


IV


"¿Qué te parece, cariño? Una historia de muertos a estas alturas, como si en nuestras vidas no hubiese habido ya suficientes muertes como para no estar acostumbrados. Primero aquella de la que nunca hablamos, la de ese que podíamos llamar descendencia pero no hijo, esa de la que me negué a hablar más y aun no he tenido vida suficiente para arrepentirme no por él, sino porque ahora sé que la pena que no pudiste sacar fuera de ti fue la que acabó por corroerte por dentro. Y luego la tuya, la que los médicos no se explican porque en la facultad no les enseñan que se puede morir de pena, como tampoco saben que se puede vivir de ella. Y ahora ese bote, esa ruina hasta como recuerdo en la que puede ser, si hay suerte y la leyenda esta en lo cierto, algo difícil de creer, que haya sacado por fin un billete para ir a verte. Hasta me parece bonita, ¿sabes? Tengo tanto por lo que disculparme que sólo tu buen corazón puede salvarme, fui tan egoísta al silenciar tu dolor para sobrellevar el mío que sé que no lo merezco, como sé que me perdonarás igualmente. Tampoco él merecía nuestro perdón ni nuestro dolor, y bien sabe Dios que le perdonamos aun antes de que hiciera todas esas cosas imperdonables y que sufrimos todo el dolor que pudimos soportar. Hoy no voy a molestarte más, me voy a dormir pronto sin siquiera leer un ratito, es el primer día desde que me faltas en que me voy a la cama con esperanza, y si mañana va a ser el día en el que por fin vaya a verte, no quiero esperar más. Bendita sea la barca muerta aunque sólo sea por este momento de esperanza.


V

Los compañeros de la partida no daban crédito a lo que veían, desde la propia noticia a la furgoneta de los servicios funerarios estacionada en la puerta de la vivienda de su amigo. Habían gastado esa misma broma decenas de veces, a familiares, turistas, a quien se pusiera a tiro. Por eso no necesitaron hablar entre ellos cuando el viudo hizo su comentario casual sobre la barca, la habían escenificado tantas veces que les salió de forma natural. La foto trucada en la cámara, la invención de la leyenda, no eran más que el guión que habían ido perfeccionando con el tiempo a base de repetir la actuación. Pero aquel pobre hombre estaba muerto, y ellos se sentían culpables pero también intrigados. Por más que repasaban una y otra vez las últimas 48 horas no encontraban ningún indicio de debilidad cardiaca o de otra índole que les debiera haber hecho parar y revelar la verdad, más bien al contrario, el actor principal del drama que habían representado juraba una y otra vez, con evidente nerviosismo, que cuando le contó la leyenda de la barca muerta el hombre, en un gesto que no le era nada habitual, sonrió.

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