martes, 12 de enero de 2010

Narraciones completas, Alexander S. Pushkin

Es imposible enfrentarse a un libro de Pushkin sin una cierta emoción, leer a alguien capaz de decir en 1822 algo como "¿que podría decir de nuestros escritores, que, considerando una vulgaridad expresar con sencillez las cosas más simples, pretenden animar una prosa infantil con muchas palabras y blandas metáforas? Nunca dicen "amistad" sin añadir "ese sagrado sentimiento cuya noble llama etc. ¿Suponen acaso que suena mejor por ser más largo? La precisión y la brevedad son las cualidades más importantes de la prosa. Exigen ideas y más ideas", no puede ser otra cosa que un acontecimiento. Si es infrecuente disfrutar de la contemplación de un hito fundacional de un estilo literario, hacerlo de uno de todo un lenguaje, del genuino antecedente de una de las etapas más brillantes de la literatura universal es, como dije, todo un acontecimiento.
Pushkin, en su prosa, hace gala de una técnica narrativa cristalina, de un lenguaje tan preciso en general como afilado en ocasiones. Su romanticismo, nada engolado y trufado de momentos de sutil ironía y ácido sentido del humor, junto con su nada desdeñable erudición y su extraordinario valor documental de la época, hacen de esta recopilación de relatos y fragmentos una verdadera joya para cualquier librería. Cuentos canónicos como "La nevasca", "La hija del capitán" o "La dama de pique", junto con otros como los cuentos de Belkin o esos fragmentos que provocan una cierta frustración junto con una terrible sed de más, hacen de este volumen un libro del que disfrutar aun incluso aislándose de todas las circunstancias antes descritas, porque todos estos textos leídos únicamente como los magníficos cuentos que son, ya es por sí misma toda una experiencia.


martes, 15 de diciembre de 2009

LA PUNTUACIÓN SACRÍLEGA


    Anna había empezado, algo normal, ya trece veces el Ulises de Joyce. Lo que la diferenciaba del común de los mortales era que en todas y cada una de las ocasiones precedentes había logrado acabarlo. Y ni siquiera podía decir que le gustara, pero al llegar a las páginas finales, al monólogo interior de Molly Bloom, algo inefable le atrapaba y le obligaba a leerlo una vez más.
    Todo había sucedido igual en la decimotercera ocasión, pero cuando comenzó la lectura del soliloquio con ese cierto hastío funcionarial de quien repite mecánicamente algo una y otra vez, quiso la casualidad que el bolígrafo con que estaba jugueteando inadvertidamente se cayera al suelo, con lo que Anna tomó noción de su existencia y eso, la percepción de un útil de escritura por un lado y de un libro por otro, lo cambió todo. Jamás antes se había atrevido a garabatear en un libro, algo cercano al anatema, pero en esta ocasión y tal vez precisamente por la tentación de lo prohibido, sintió vértigo y acercó el bolígrafo a las hojas. Fue ver la primera marca de tinta en el papel y caer en un vertiginoso frenesí gramatical en el que repartió a diestro y siniestro puntos, comas y puntos y comas en aquellas hojas vírgenes de puntuación. Separó párrafos, puso mayúsculas y estructuró las oraciones subordinadas hasta que al final de su orgía de puntuación sacrílega, consiguió darle al soliloquio una apariencia formal compatible con la ortodoxia gramatical comúnmente aceptada.
    Tras su festín gramatical se sintió tan exhausta que apenas le quedaban fuerzas para leer su obra, pero se fumó un cigarro y se rehizo. Sólo hizo que terminar e inmediatamente se supo al fin libre del hechizo, “¿esto era todo?”, se dijo, y, más decepcionada que aliviada, depositó, esta vez definitivamente, el libro en su lugar de la biblioteca. Pero contrariamente a lo se había imaginado en un principio, lejos de sentirse libre de un peso, se sentía esclava de otro mayor, “¿y los demás?”, se decía, hasta que, presa del fervor que sólo conocen quienes reciben la encomienda de una misión divina, comenzó a invertir todo su tiempo libre en visitar bibliotecas primero y librerías después para introducir subrepticiamente sus sacrílegas correcciones en aquel páramo gramatical de unas 50 páginas, unas 25.000 palabras sin signos de puntuación.
    Su actividad, aunque anónima, pronto conquistó los foros y blogs literarios. Hubo quien consideraba su labor una heroicidad digna de encomio, quien por el contrario la calificó de biblioterrorista y hubo finalmente quien no la tuvo en absoluto en consideración. Las filias y fobias que despertaba la agitación gramatical de Anna eran tan dispares e intensas como por lo demás lo eran las que despertaba el propio libro. Abundaban cada día más los estudios sobre su trabajo, las correcciones a sus correcciones y los debates sobre cada punto y cada coma, se publicaron ediciones ya puntuadas, vio la luz una legión de imitadores y se creó un incipiente mercado de obras enmendadas y consecuentemente de peritos caligráficos que certificaban la autoría de la correctora original. Pero ella permanecía al margen de una discusión que le era ajena y además amenazaba con distraerla de su misión, a la que se dedicó con redoblado vigor hasta que quiso la casualidad que un día tratara de arrancarle de las manos un ejemplar a un viandante que resultó ser un ilustre magistrado integrante, además, de las filas de quienes la consideraban una peligrosa agitadora contracultural merecedora de presidio, cuando no de excomunión.
    La ingresaron en una clínica en la que uno tras otro desesperó a los especialistas que trataron de curarla de su monomanía. Sólo los ejemplares a estrenar que recibía de admiradores que le solicitaban sus servicios o de familiares y amigos que deseaban mantenerla entretenida, junto con las obras ya transformadas de su puño y letra conseguían serenarla, y así fue hasta que el enésimo especialista, tan erudito en psiquiatría como ignorante en literatura, tomo la resolución de leerse ambas versiones, tras lo cual, inmediatamente le firmó el alta y una nota de disculpa por haberla mantenido ingresada para tratarla, afortunadamente sin éxito, de su cordura.