Cuando aquel desconocido niño hiperactivo hizo acto
de presencia en el hasta entonces apacible compartimento en el que se iba a ver
obligado a pasar las próximas tres horas, en el mejor de los casos, sucedió de
repente algo entre cochecitos, gritos y promesas de maletas: el viajero
presenció como una palabra nacida por error tomaba poco a poco forma ante sus
ojos y alcanzaba, en su libre vuelo, una altura insospechada. La palabra
entredicha por el niño, o dicha en volumen apenas audible, o dicha
probablemente por error, o tal vez no dicha en absoluto sino únicamente
imaginada, la palabra oída, si oída, por sorpresa y dicha, si dicha, por error,
fue papá, una de las pocas que se podría aventurar que el pequeño supiese a
ciencia cierta, y tal vez por eso, por falta de recursos gramaticales, fuese
dicha inadvertidamente o sin más intención que la de colorear el silencio.
El hecho es que entró el niño, con él la palabra y
tras él la madre, junto con las maletas habituales de un viaje más las adicionales
que la infancia suma a todo desplazamiento en grado, generalmente, de
desmesura. Y tras los corteses saludos, la educada ayuda de rigor en la
colocación de los bultos en su sitio y los incesantes juegos del niño, volvió
el silencio. El silencio entre los adultos, se entiende, que es a la vez tan
cómodo o tan incómodo como se pueda desear, a menudo incluso ambas cosas a la
vez, pero que deja lugar para los pensamientos, para la imaginación, algo a lo
que aquel viajero impenitente era algo más que un simple aficionado. A menudo sus
allegados, si es que había quien podía considerarse cercano a alguien como él, le
habían reprochado su afición a imaginar las vidas ajenas en comparación con su
escasa predisposición a compartirlas, pero él se encontraba mucho más cómodo en
aquel trance, y se dispuso a tratar de adivinar la vida, real o no, de aquella
mujer que tan dispuesta se encontraba a respetar su silencio, y de aquel niño
que, probablemente, le había llamado papá.
Sin embargo algo no iba bien, para imaginar una
vida necesitaba hacerlo de cero, sin más contaminación de realidad que su
propia percepción de la persona objeto de su entretenimiento. Aquella mujer le
sonaba, su cara, bien que vagamente, le recordaba algo que era incapaz de
recordar, y antes de ubicarla debidamente en su vida se sentía incapaz de
hacerlo en su imaginación. Así que se esforzó en recordarla sin intentar
siquiera conocerla, y es probable que ella notara algo porque por momentos
pareció incomodarse aunque, bien es cierto, no pasó mucho tiempo sin que se
dibujara en su rostro una de esas perturbadoras sonrisas que lo son en tanto
que indescifrables y que no parecen informar sobre el estado de ánimo de su
propietaria más que en el sentido de dejar claro que saben algo que el observador
no sospecha.
Aquella sonrisa le estaba volviendo loco, al poco
de observarla, a veces tan fijamente que, además de abonar el terreno a los
malentendidos, exploraba las fronteras entre lo descortés y la grosería, creyó
recordarla también, y tan intensamente que pronto empezó a eclipsar al resto de
la cara. Él era viajante, constantemente conocía gente y muy a menudo sonrisas,
generalmente falsas e impostadas pero no por ello menos recordadas ahora que
trataba de identificarlas. Sólo le distraían, aunque poco, el ruido que
ocasionalmente hacía el niño, ese niño que le había llamado papá, y la
burocrática regañina con que su madre trataba de hacer ver que en realidad su
agotamiento le dejaba espacio para preocuparse por la incomodidad que en el
desconocido compañero de viaje pudiera causar su hijo, cosa que en realidad no
ocurría en absoluto.
Y entonces, con su mente en plena espiral de
recuerdos y elucubraciones sobre aquella mujer en pleno vértigo de
identificación, llegó el momento fatídico, el momento en que uno baja la
guardia y decide preguntarse, ¿y si? Y entonces está perdido. ¿Y si no fue un
error, y si realmente el niño esperaba encontrar en ese vagón a su padre? ¿Y si
el destino de esa familia que viaja sin padre fuese en realidad ése, el padre? ¿Y
si le suena la mujer porque en alguno de esos viajes en los que se permitió
algún escarceo amoroso hubiese concebido con ella a aquel niño al que
súbitamente incluso le veía un cierto aire de familia, concretamente a su tío Rafael?¿Y
si ahora aquella mujer le hubiera localizado y le había seguido hasta ese tren,
cosa fácil porque era en él una ruta habitual, y la palabra equivocada del niño
no fue sino la infantil revelación imprudente de un secreto?
Aquello ponía su vida boca abajo, un niño a su
edad. Un punto de apoyo al que agarrarse para frenar su existencia nómada, esa
vida errabunda que en sus delirios de juventud había confundido con la libertad
y que ahora, en su madurez, se le asemejaba infinitamente más a una rutina
funcionarial sólo que con un despacho sin paredes. Y estaba tan cansado. En la
cuna que prometía la enigmática sonrisa de aquella desconocida tan familiar
bien podría descansar la tranquilidad de una vida diferente, el calorcillo de
una familia, el futuro apacible en el que el viajante dibuja su reposo del
guerrero y que se da cuenta de que lleva años deseando aunque hasta hace apenas
unos minutos no lo hubiera siquiera sospechado.
La palabra voladora del niño se iba apropiando de
la estancia, ya casi nada existía en ella que no fuera su eco, el sonido de sus
juegos y la sonrisa de su made. La situación del viajante comenzaba a ser tan
desesperaba que ya había desistido de su afán de recordar y en su lugar había
tomado forma otro de averiguar, de preguntar, y para hacerlo estaba dispuesto a
coger el toro por los cuernos y abordar a su compañera de vagón para iniciar
una conversación que debía discurrir por senderos misteriosos, aunque ya él, en
su fuero íntimo, ya hubiera decidido su conclusión final. Restaba decidir la
estrategia, había abordado a mujeres solitarias en cientos de ocasiones, pero
esta era bien distinta, y había que decidir bien, palabra por palabra, cómo iba
a plantear aquella conversación que podía ser la más importante o la más
ridícula de su vida. Pero no estaba en condiciones de argumentar, no pensaba
coherentemente, así que decidió dejarse llevar y se dirigió a ella en el
preciso instante en el que su voz quedaba camuflada bajo la del aviso por
megafonía de la siguiente estación de forma que no sabía a ciencia cierta si
ella le había oído o no. Concibió un esperanza cuando vio la sonrisa que se
dibujaba en su cara, amplia, diferente, pero que pronto le asustó por ver en
ella un no se qué de malicioso que le hizo apretar la espalda contra el
respaldo como si las palabras que se aprestaban a salir de aquella boca fuesen
potencialmente dañinas. Y lo eran. “Hijo, prepárate, en la próxima estación nos
bajamos”.
El viajante respiró aliviado, “he estado a punto de
hacer el más espantoso de los ridículos”, y se supo consciente de que el último
esfuerzo que le quedaba por hacer era disimular su azoramiento hasta que esos
desconocidos que tanto habían perturbado su paz se bajaran del tren, cosa que
estaba a punto de ocurrir puesto que ya estaban en pie con todo su equipaje en
espera de que la locomotora se parara completamente y se abrieran las puertas.
Y se abrieron, y le pareció oir claramente una voz
infantil que decía “adios papá”, y escuchó atento unos pasos que se alejaban y
vio como sus hasta entonces compañeros de viaje se reunían con un hombre,
después de todo no tan distinto de él, que les esperaba y al que besaban y
abrazaban con el inconfundible calor del reencuentro. Y creyó ver claramente
cómo, en el último momento, una dura mirada cargada de malicia, a juego con la sonrisa
que se mantenía aun en aquel rostro, se volvía hacia su ventana queriendo
decirle algo que él se negaba a ser capaz de comprender.
El tren reanudó su marcha, aquellas personas y
aquella estación se fueron alejando hasta desaparecer de todas partes excepto
de su cabeza. El viajero apagó la luz y trató de conciliar el sueño, como
tantas veces en tantos vagones, pero esta vez se sentía inquieto, perturbado,
pero sobre todo se sentía solo, más solo de lo que nunca jamás se había
sentido, solo pero con la certeza, compañía al fin y al cabo, de que aquel “¿y
si?” con el que había empezado todo y aquella sonrisa perturbadora con la que
aparentemente había terminado no le iban a abandonar nunca. O si. Tal vez
incluso ellas sí, y, francamente, no sabía que opción de las dos le aterraba
más.
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